domingo, 11 de mayo de 2014

Los otros colores



          Iba yo surcando supongo que el cielo francés, si es que puede decirse que el cielo es de alguien, cuando me concentré en un solo pensamiento. Sucedió en un momento en que mi vista había topado, a través de las ventanillas, con una de las alas del avión. La derecha, concretamente. Pensaba en dónde se encontrarían los famosos flaps, o flarps, o como se llamen, que hace algunos veranos llenaban portadas y portadas de diarios en relación con un trágico accidente de aviación en Madrid. Pensaba en este tipo de cosas cuando me rea­comodé en mi asiento, aburrida, y alcé mi mirada en dirección al resto del pasaje. En un instante vislumbré a todas esas personas, una pareja joven con dos niños de anuncio: un bebé de meses que no cesaba de llorar y el otro, rubio platino, de unos dos años; un grupo de adolescentes alemanes de culo inquieto que reían a carcajada limpia comparando fotos, o vídeos, o vete a saber, con sus móviles de última generación, una chica morena de pelo corto, tatuada hasta la medula y de mirada apacible. Las azafatas, siempre sonrientes con sus dentaduras blanco nuclear, intentando vender una y otra vez todos los productos y servicios susceptibles de ser vendidos a cinco mil metros de altitud y a novecientos quilómetros por hora.

          Lo que sucedió fue que de repente los vi a todos ellos sin ropa, y sin piel también. Los vi transparentes. Por dentro. Les vi los músculos, los tendones, y dependiendo como les daba la luz, las venas y las arterias, la sangre bombeante, el corazón enloquecido, latiendo, el batería perfecto. Otras veces era capaz de percibir el aparato digestivo. Algunos acababan de comer, y el estómago trabajaba, concentrado, mezclando jugos y absorbiendo propiedades, otros almacenaban grandes cantidades aún por evacuar, si no expulsaban gases, poco a poco, en un intento de no provocar un asesinato colectivo, me supuse. Cerré los ojos un segundo para volver a enfocar de nuevo y allí vislumbré el mecanismo que crea la vida. Vi una chica de unos veinte años de apariencia nórdica, que aparentemente viajaba sola. Transportaba una pequeña judía seca en su interior. Apenas se apreciaba, de hecho, pero allí estaba, no más grande que una ficha de ajedrez. Me pregunté si lo sa­bría y me contuve en el impulso de levantarme para felicitarla. Quizá se tratara de un embarazo no deseado, o quizá ardía en deseos de comunicárselo en persona a su Romeo catalán, que seguramente estaría esperándola en el aeropuerto de Girona ramo de flores en mano. Tonterías. Suposiciones.

          En un instante las turbulencias. Y un repentino cambio de presión, o lo que yo creí un repentino cambio de presión. Y a partir de ese instante algo hizo que mi mirada pasara a concentrarse en las cabezas de la gente, en todos aquellos cráneos apelotonados que protegían, como fieros guerreros cartagineses, los cerebros san­guinolentos, todas aquellas masas de sesos que hacen que seamos lo que somos. Para bien y para mal.

Y vi las buenas y las malas ideas. Y luego unos colores. Unos colores que rodeaban a cada uno de los pasa­jeros, como si de una pintura abstracta se tratara. De hecho parecían acuarelas. Los colores merodeaban por todos aquellos cuerpos, lenta y sigilosamente, como enormes y sabias serpientes milenarias. Los atravesaban incluso. Y entonces lo vi. Un viejo código que no sé por qué, entendí. Y pude leer el lenguaje de todos aquel­los colores que no tenían nombre, porque no eran ni el azul, ni el rojo, ni el naranja, ni el púrpura si quiera. Eran colores de otro mundo, que no había visto nunca antes pero que al mismo tiempo me parecían tan familiares. Y los descifré. Y vi, tan nítidamente como el aire que queda después de una tarde de tormenta, la envidia en­tre dos amigas de mediana edad que reían, divertidas, cotilleando una revista del corazón, la autocompasión de un aparente intelectual concentrado en la lectura de un tomo de medidas considerables, el enfermo ego­centrismo de un joven azafato de ojos diminutos y mirada felina. La tristeza vital de un jubilado que vestía impecablemente y rebosaba educación. El amor suave y calmado como una mañana sin viento de un mat­rimonio que dormía. El miedo tenaz de un ejecutivo que no cesaba de mirar por la ventanilla agarrándose, como agarra un ave rapaz a un conejo para alimentar a sus crías, al reposabrazos de su asiento. Anunciaron por megafonía que nos disponíamos a aterrizar. Cinturones, hora, temperatura. El cap de creus, perfectamente contorneado. El mar plateado, dándonos la bienvenida, y las barquitas que lo surcaban, como estáticas y diminutas estrellas fugaces. Las masías, las piscinas, los huertos, la tierra fértil, los bosques de pi­nos. Al levantar la cabeza todo había desaparecido. Ni rastro de la borrachera de colores, de los pensamientos y sentimientos de todos aquellos desconocidos, de sus instintos más salvajes. Ni rastro de la verdad. Me despedí de las azafatas de sonrisas de anuncio de clínica dental. Adéu, adiós, Tschüss, bye bye. Y mientras descendía del avión por las escalerillas metálicas sentí que volvía a poner los pies en el suelo. Supongo que es mejor así, pensé.

          Había llegado ya al punto de recogida de maletas y la mía era la primera. La alcancé y salí también la primera a través de la puerta automática de llegadas. No me esperaba nadie. Lo primero que vi fue un joven con la mirada centelleante y una ramo de hermosas rosas rojas en la mano.

          Salí al sol abrasador de agosto, me coloqué las gafas de sol y bebí agua. Caminé decidida en dirección a los autocares. Y no miré hacia atrás.




Egomuerte



-Apunte, Martínez, Egomuerte.
-¿Egomuerte, doctor?
-Egomuerte, Martínez
-Pero… pero… qué… quiero decir, no hemos estudiado algo así en la facultad… o... o al menos no lo recuerdo.

          El doctor dejó de manipular el cadáver y se irguió, prominente, al tiempo que se quitaba los guantes de látex y lanzaba un largo suspiro. Pausa larga.

-La facultad. Las normas, el discurso oficial, la ciencia de manual… Venga conmigo, Martínez, salgamos a que nos dé el aire, este lugar tiene demasiada fuerza. Muchos muertos y pocos vivos. Llevo demasiados años entre estas cuatro paredes y a veces me da la sensación que ya tengo media alma en el otro lado.

         El Doctor y Martínez salieron del edificio bajo una tímida llovizna de abril, suave pero tenaz. Caminaron en silencio por una de las calles contiguas y llegaron a un pequeño parque que apenas empezaba a florecer. El Doctor avanzaba arrastrando cada uno de sus pasos por la arenilla, poco a poco, y siempre con esa inquietante sonrisilla dibujada en su rostro. Martínez en cambio caminaba nervioso, tratando de adaptar el ritmo de sus pasos al de su superior, intentando parecer simpático sin pasarse, tratando de contener esa inseguridad que conseguía que disminuyera hasta alcanzar el tamaño de una oruga.

-¿Sabe en qué consiste la egomuerte, Martínez?

          La llovizna había cesado en cuestión de segundos y unos tímidos rayos de sol empezaban a bañar los arbustos y los árboles, el agua de los estanques, las incipientes florecillas que asomaban, aún asustadizas, de los capullos que las habían abrigado.

Martínez carraspeó, nervioso.

-No doctor, no sé en qué consiste…
-Está bien, Martínez, está bien. Dígame una cosa. ¿Está usted observando la belleza de este lugar? ¿Está focalizando toda su concentración en observar este pequeño regalo que la naturaleza nos brinda? Los árboles empezando a florecer, la combinación de colores que ni el más brillante de los pintores podría idear mejor, la luz después de la lluvia. El silencio y la brisa. Cómo hablan los pájaros. Respóndame sinceramente, hágame el favor. ¿Lo está usted observando?
-Psí… no especialmente, pero bueno, ahora que lo dice…
-O sea que no. Y dígame, desde el momento en que le he informado de la causa de la muerte de esa mujer, ¿se ha interesado mentalmente, aunque sea por un momento, por el concepto de egomuerte? ¿se ha hecho preguntas, lo ha considerado probable, o al menos posible? Se lo pondré más fácil, ¿ha pensado en algo que no fuera en cómo se suponía que tenía que reaccionar ante esa circunstancia delante de un superior?
-Yo… sí, yo… la verdad es que…
-Déjelo, Martínez, lo está pasando mal y tampoco se trata de eso. Mi intención es únicamente que reflexione. Déjese de culpas y disculpas, puede usted entrar en un bucle peligroso.
-Sí, doctor… yo…
-Cállese, Martínez. Todo el tiempo que pasa pensando en sí mismo sin absorber y aprender de lo que pasa fuera es tiempo de muerte mental, está usted muriendo poco a poco. Eso, Martínez, eso es la egomuerte.

          Permanecieron en silencio unos minutos. Un gorrión se posó encima del banco donde Martínez y el Doctor descansaban. Se acercó un poco más al joven estudiante dando enérgicos saltitos, y lo observó largamente, moviendo su diminuta cabecita de un lado a otro. El cielo se había destapado y ahora se dibujaba un lienzo de nubes increíblemente bello y a la vez fugaz, irrepetible. Martínez observó de reojo al Doctor y vio cómo su enigmática sonrisilla se había acentuado un tanto. Suspiró y por primera vez se relajó, y pudo comprobar cómo el pequeño gorrión lo continuaba observando, atento y sonriente.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Inclemencias meteorológicas



Olvidé de nuevo coger el paraguas. Mierda. Pero si ayer decía el hombre del tiempo, sí hombre, el calvo ese tan simpático… pues eso, que decía que hoy ya salía el sol. Y ahora resulta que no. Total, que todo el día por ahí y yo sin paraguas, y con las bambas estas de tela barata, que serán muy monas, no te lo niego, pero también te digo que yo hoy, a las cinco de la tarde, ya tengo los pies mojados… en fin… métete en el lavabo de cualquier bar, sécate los calcetines –o cómprate unos en los chinos-, jaleo, jaleo, y más jaleo, como si no tuviera más cosas en qué pensar. Y que han bajado las temperaturas de golpe, que esa es otra, ¿y ahora qué jersei me pondré yo mañana? Si todos los que tengo limpios, de estos de entretiempo, los tendí ayer, y claro, con la que cayó, con barro y todo, o al menos en mi barrio, pues hechos un fiasco que están los pobres.

Bueno pues… por cierto, que me han contado que el coche del Pedro se ha quedado hecho un asco… que con el tormentón de ayer, que él vive en el pueblo este perdido de la mano de dios, cómo se llama… bueno da igual, pues que se le cayó un árbol al Seat este que tiene, que lo chafó enterito, qué mala suerte, con el cariño que le tenía, quien iba  a imaginar una cosa así… en fin… que loco está el tiempo, loco está el tiempo…



Así que Adela salió ese día sin paraguas de casa y decidió finalmente, y para ahorrarse más embrollos, comprarse un paraguas de un euro en un bazar. Ya tenía uno en casa, y dadas las circunstancias no podía permitirse gastarse, pongamos quince euros, en un paraguas decente. Lo que sucedió a continuación fue desastroso. Cuando llevaba unos quince minutos caminando bajo la intensa lluvia otoñal, un grito afilado calló durante un instante el bullicio de una de las calles más transitadas de la ciudad. Se giró y contempló una señora de mediana edad aullando de dolor, con la mano ensangrentada tratando de tapar su ojo derecho. La varilla del paraguas. El paraguas de mierda. La lluvia constante. El ojo hecho un desastre. La ambulancia. El hospital. La espera  La familia llegando. Adela llorando, desesperada, intentando explicar lo inexplicable. La mirada del marido de Elena, la mujer accidentada. Los días pasando. Elena en observación. La noticia del doctor. La salvación del ojo de Elena. El hijo de Elena sacando una botella de cava en medio de la sala de espera. Las miradas cruzadas entre Adela y el hijo de Elena. Los días, las estaciones, y las temperaturas cambiando. Una tarde de cine. Unas cervezas. Unas caricias. La muerte del padre de Adela. El desconsuelo, el frío, el invierno. Los besos de Carlos, el hijo de Elena, el marido de Adela. Los meses pasando. El verano. Adela preciosa, en la playa, embarazada. La crisis. Carlos perdiendo su empleo. Broncas. No hay dinero. La respiración del pequeño Álex, el hijo de Adela y Carlos, acompasada y ajena a todo. El estruendo de un trueno. Álex despertándose y Adela acurrucándolo entre sus brazos, mientras Carlos los contempla, feliz. Más problemas. El divorcio. Llueve de nuevo. Carlos caminando sin paraguas por una calle solitaria y mal iluminada. Triste pero aliviado. Respira hondo, pero no ve venir un coche a gran velocidad. Un coche que no ve nada.  Llueve, como ha llovido tantas veces, y volverá a hacerlo otras tantas más. En algún momento ya saldrá el sol y lo secará todo, y en otro, vendrá el viento frío, y las brumas invernales y nos sacarán de la ensoñación del verano eterno para hacernos ver la realidad.

 El hombre del tiempo, el calvo graciosillo, vuelve a irrumpir en el televisor. Y volverán a haber inclemencias meteorológicas, ha comentado.





sábado, 3 de noviembre de 2012

Lo que arrojamos



Me desperté al cabo de unas pocas horas. El sol se filtraba por las estrechas rendijas, grotescamente pequeñas, mi única ventana al exterior. Yo me encontraba ensangrentado, como siempre, las venas y las arterias recorriéndome la piel roja y viscosa, los capilares, pequeños túneles perfectamente interconectados, guarida perfecta de las bolitas rojas y blancas, las que transportan vida y milagros, las que nos defienden de nuestros enemigos. Mis entrañables bolitas, compañeras de fatigas, ahora encerradas, censuradas, faltas de libertad. Las sentía rebotar, pom pom, pom pom, una y otra vez, contra las inquebrantables murallas, desesperadas, exasperadas por hallar una salida, cualquiera que fuere, de la cárcel en que yo mismo me había convertido, una especie de tanque, un búnker sellado y muerto.

La luz del sol me molestaba, tan cerca de mí por primera vez, brillante, transparente y enérgica, tan llena de vida, me acariciaba las membranas y todas mis partes se encogían, temerosas de recibir cualquier sensación reconfortante, reacias a cualquier estímulo vital que pudiera incentivar un mecanismo de recuperación de viejos recuerdos felices recubiertos de polvo.

Me encontraba allí, simplemente allí, rodeado de inmundicia, y todos aquellos extraños animales de ojos achinados y amarillentos me observaban fijamente, expresivos, y me dirigían rocambolescas muecas a medio camino entre el sarcasmo y la crueldad. No recordaba haber salido de mi casa, ni cómo me habían sacado, ni menos aún el por qué del exilio involuntario. ¿Me habían echado a mí sólo? ¿Habría continuado él viviendo sin mí? ¿Pero cómo era posible? Quizá si me movía, si investigaba, conseguiría ciertas informaciones de utilidad. Quizá descubriría la manera de volver a casa, y podría adaptarme de nuevo, enganchar todas mis conexiones, encender motores otra vez, y por fin, volver a latir.
De repente un ruido, un crujido seco y contundente, había hecho volatilizar en un instante todas mis reflexiones. Contuve la respiración y me dediqué a observar entre las tinieblas. Un raquítico rastro de sangre brillaba, como mis queridas bolitas, entre tanta oscuridad, y un rayo de esperanza me iluminó por dentro dejándome absolutamente despojado, manifiesto, patente, ante el público repugnante que parecía pasar el tiempo observándome.

Al fin lo vi. El corazón me miraba desde un rincón, medio acurrucado, ensangrentado y nervioso, incluso parece que lata y todo, pensé. Y era idéntico a mí, de eso estaba seguro. Jamás había visto ningún otro corazón, ni tampoco ningún espejo, cómo iba a hacerlo, pero de alguna manera sabía que él era lo que era yo. Y sollozaba. Deduje que quería hablar, comunicarse conmigo, pero había algo en el aire que parecía aspirar sus exiguas palabras de una manera casi obsesiva.

Quise acercarme, sí, acercarme, es la primera vez que deseo acercarme a algo o a alguien, pensé. Y vi que no podía, pesaba demasiado y la presión de todos aquellos monstruitos, que parecían inertes, como si vieran cualquier serial en la televisión, me devoraba y me hacía cada vez más pequeño.

Así permanecimos unos instantes, mirándonos el uno al otro, sin decirnos nada en concreto. Y de repente su voz ronca, increíblemente personal, fuerte y segura.

-No sabes por qué estás aquí, ¿verdad?
-¿Eh?                                                                                                                 

No sabía bien cómo reaccionar, y sentía los pequeños animalillos y sus afilados colmillos más cerca cada vez, podía notar cómo salivaban, poco a poco, y cómo, en sus mentes retorcidas, imaginaban su particular festín sangriento.

-Quiero decir… no… bien, bien, no… creo que llegué que aún era oscuro, no podría decir la hora exacta, pero aún no había amanecido.
-Claro, nadie nos lanza de día.
-¿Cómo?
-Nadie nos lanza de día. Todo el mundo se enteraría, y sería un escándalo a nivel global, mundial, ¿no te das cuenta?
-Cómo… ¿cómo que nos lanzan? ¿qué quieres decir con que nos lanzan?
-Nos lanzan, nos tiran, nos abandonan, ya no les servimos, no nos quieren más, sólo les estropeamos las cosas, ya no interesamos.
-Igual… igual llevas demasiado tiempo aquí, rodeado de todos estos…

El chillido metálico, como el de dos cubiertos rozándose, desagradables, que emitió uno de los monstruitos me hizo callar. ¿Es que también podían entendernos? Al cabo de unos segundos respiré hondo y reuní el valor suficiente para continuar.

-… en fin, no te ofendas, pero igual necesito reflexionar, pensar un poco en todo esto.
-¿Pensar un poco?
-Sí, pensar un poco.
-No sirve de nada pensar un poco, no te va a salvar, ni tampoco al mundo.
-Muy bien, déjame sacar mis propias conclusiones.
-No es útil.
-Ni siquiera me dejas pensar.
-Pensar no es práctico.
-¿Lo ves? Por eso no me gusta hablar contigo.
-¿Por qué?
-Porque no me das tregua
-Es que ni siquiera quieres escucharme. Intuyes por donde voy, pero no quieres oírlo, prefieres vivir en tu eterna fantasía, aún sabiendo que es falsa.

Callé. Me encontraba demasiado cansado para discutir. El otro corazón aprovechó la pausa, el silencio rimbombante y oscuro.

-Mira hacia allí.

En un suave movimiento se incorporó un tanto y me señaló una dirección concreta en la oscuridad, más o menos a mi derecha.

-No veo nada.
-Fíjate bien, pero sobre todo mejora tu actitud. Tienes que querer ver, si no, estás perdido.

No entendía muy bien a qué se refería aquel corazón viejo y chalado, pero no sé muy bien por qué, le hice caso. Mejoré mi actitud y vi. Primero un brillo conocido y después un color, el rojo. Mis queridas bolitas. Me fijé aún más, y quise ver a largo plazo. Y la visión no se acababa nunca. Una marea infinita de corazones enganchados, pegados los unos a los otros como gordos sapos abatidos se extendía en una superficie eterna y monumental. Una masa sanguinolenta cubría las alcantarillas de un extremo a otro, inundando la oscuridad y el espacio de podredumbre de brillantes y llamativos huéspedes.

No… no podía articular palabra. Todas mis partes se tensaron y quedaron inmóviles, y una capa de una tristeza infinita me cubrió de arriba abajo, dejándome completamente alelado y deprimido, y haciéndome sentir más solo que nunca.

-¿Lo ves? Ahí tienes la prueba. Lo tuyo no es una cosa puntual. Lo mío tampoco. Sólo somos dos piezas más de una inmensidad incalculable, más grande de lo que puedas llegar a imaginar.

Sentí que desfallecía, y necesité apoyarme en un saliente húmedo y frío de la pared. Y de repente me oí hablar, preso de una lucidez que desconocía.

-Yo soy lo que le hace humano.
-Y justamente por eso no te quiere con él.
-Ahora ya no es humano.
-No, no lo es, como tampoco lo son los propietarios de todos ellos.
-¿Y qué es la humanidad sin humanos?
-Es otra cosa, sencillamente.
-Nunca hubiera imaginado que habría tanta gente dispuesta a abandonarnos.
-Es que no es tanta, es más bien la suficiente. Y no es gente cualquiera.

El otro corazón cesó de hablar de un plumazo, y no parecía ni siquiera respirar, y yo me pregunté si quizá estaba muerto, aún sabiendo que somos inmortales, qué absurdos pensamientos nos asaltan a veces, me dije. Y una lágrima brotó de los ojos que no tengo, y una risita nerviosa emergió de mi boca inexistente. Y observando aquel corazón loco y cansado ahora convertido en estatua, me pregunté qué extraños motivos deben empujar a uno a arrancarse su propio corazón y arrojarlo por una alcantarilla. Y tuve que aceptar de nuevo que quizá era demasiado pequeño e ignorante para entender cuestiones de tal magnitud, así que simplemente me acurruqué junto a mi nuevo amigo y me dormí en un santiamén debido al cansancio acumulado. Mañana sería otro día.



domingo, 15 de julio de 2012

Los ojos abiertos


          Observar aquel cartel, en medio del aeropuerto, me dejó sin respiración durante unos segundos. El aire se detuvo, y todas aquellas personas que circulaban a mi alrededor, altos ejecutivos, mochileros, estudiantes, viejos, altos y medianos, guapos y feos, ricos y pobres, familias enteras y viajeros solitarios, pasaron a congelarse durante un cortísimo período de tiempo, como si de una película de ciencia ficción se tratara.

          Lo fotografié de manera compulsiva, quizás le hice veinte, treinta fotos, casi todas iguales, con el fin de captar de alguna manera el aura mágica, casi sobre natural, que desprendía. Me volví loco por unos instantes, como el artista eufórico que por fin encuentra el trazo perfecto. La gente me miraba anonadada; de alguna manera debían intuir la emoción, el deseo, el enganche y la excitación que aquel pequeño pedacito de papel modelaba en mis entrañas. Durante el tiempo que duró la pequeña e improvisada sesión fotográfica, yo no fui el yo de siempre, y por primera vez tuve la sensación de abandonar la racionalidad y de vivir, durante unos instantes, la vida que yo quería o que, al menos, intuía querer.

        
          Cuando acabé, me calmé un tanto y dejé de sudar compulsivamente, el aeropuerto tenía otro aspecto. La gente me sonreía al pasar y la luz había cambiado. Ahora los rayos de sol que entraban por los gigantescos ventanales de la Terminal 1 bañaban los objetos y las personas elegantemente, las acogía en sus brazos, y se adaptaba a su forma y a sus movimientos, como un traje de neopreno se adapta al cuerpo de un buzo. El aire olía distinto y me sentía mucho más ligero. Menos enfermo.
Al cabo de unos segundos me percaté, y lo vi nítido y cristalino, como si un par de limpiaparabrisas hubieran caído del cielo y hubieran limpiado, de una sola pasada, todo mi mundo. No había duda alguna. Me acababa de enamorar.

          Al llegar a casa, saludé a la vecina de enfrente, y me percaté en seguida que también había cambiado. Había pasado de ser una especie de orco venido de los infiernos a convertirse en una viejecita adorable y perfumada, algo malhumorada, eso sí, pero entrañable al fin y al cabo.
          Encendí el televisor. Las noticias, objetivamente, continuaban siendo deprimentes, pero por primera vez, fui verdaderamente consciente de formar parte del mismo mundo que los demás y no sólo eso, sino también de poseer una pequeña parcela en aquel lugar de todos, que, al moverla, modificaba en cierta manera la de los otros; la clave estaba en tomar una buena decisión a la hora de realizar los movimientos.

          Sentí entonces una especie de calorcito interno, al verme de repente tan insignificante pero importante al mismo tiempo, y al pensar también, por primera vez en mi vida, en que tenía ganas de mejorar las cosas.

          Abrí el portátil y me conecté al Facebook, como cada día. De repente tuve ganas de compartir la experiencia que acababa de vivir con los demás, en lugar de quedármelo para mí solo. Algo me decía que debía hacerlo. Colgué una de las treinta fotografías iguales que había realizado de aquel cartel, al tiempo que me quedaba, de nuevo, embelesado con aquella visión, que para mí era tan perfecta e imperfecta a la vez, tan real e irreal al mismo tiempo, como lo son, en lo más profundo de nosotros mismos, nuestros personajes de ficción favoritos.

          Al cabo de una semana recibí una solicitud de amistad. “Carmela quiere agregarte como amigo.” “Cero amigos en común”.
          Inmediatamente después abrí la foto de perfil de Carmela y quedé estupefacto. Había tanta magia y tanta naturalidad en ese rostro como nunca había percibido en mi vida; y seguidamente, un mensaje:

          “Yo colgué el cartel que has fotografiado en el aeropuerto. En unos días vuelvo a venir a Barcelona. Si quieres, podemos vernos. Ah! Y por cierto, suerte que fuiste con los ojos bien abiertos”.

miércoles, 30 de mayo de 2012

La indignación de Gaia



 Aquel día Gaia se despertó con un terrible dolor de cabeza. Sentía una fuerte presión en las sienes y sufría sensación de vértigo, algo que nunca antes le había ocurrido. Se levantó de la cama muy poco a poco, y consiguió ducharse con la esperanza de que el contacto con el agua templada la reanimara algo.

Se tomó el café muy poco a poco, sopesando aún si acudir al trabajo o llamar para comunicar que se sentía mal e ir al médico, hasta que finalmente decidió tomarse un ibuprofeno, intentar quitarle importancia al asunto y hacer vida normal.

            Al salir a la calle una extraña luz la cegó por completo, y cuando abrió los ojos de nuevo, descubrió un cielo terriblemente encapotado pero brillante, muy brillante, que vomitaba una especie de luz anaranjada, casi mortecina. Gaia contempló el espectáculo unos segundos, hasta que un relámpago de dolor atravesó su cerebro de nuevo, distrayéndola. Decidió ir al grano y coger la bici, como cada día, para ir al trabajo.

            Llegó al zoológico al cabo veinte minutos, de mal humor y débil, muy débil, tanto que apenas pudo saludar a la chica de conserjería. Echó a andar a través del recinto de los felinos en dirección a los vestuarios, y en seguida percibió que algo no iba bien. La pantera negra se erguía como una esfinge observándola, y sus ojos se le antojaban casi humanos, extrañamente expresivos. Gaia apartó la mirada, temerosa, pero al echar un vistazo al foso de los leones los descubrió exactamente en la misma posición que la pantera. El silencio de aquella mañana de junio podía cortarse con un cuchillo y no podía percibirse ningún tipo de temperatura. El ambiente era neutro y fantasmagórico, como si el tiempo y el espacio se hubieran detenido de golpe.

            Gaia continuó andando por el recinto sin entender demasiado, temblorosa y medio mareada. Finalmente algo se le removió en el estómago y sintió unas feroces y repentinas ganas de vomitar, pero en vez de eso, una punzada de dolor volvió a paralizarla por completo, y acto seguido de desplomó allí mismo, rodeada de todos aquellos animales que la observaban en silencio.

            Cuando despertó, al cabo de un tiempo indeterminado, se encontraba mucho mejor. Ya no le dolía nada y rebosaba energía por cada poro de su piel. Se sentía exageradamente viva y sana, y podía notar cómo el aire entraba y salía por sus pulmones de una manera increíblemente consciente. De pronto se irguió y se dirigió a la jaula de la pantera. Se colocó justamente delante del animal, muy cerca, tanto que podía oler su aliento, pero no tuvo miedo sino al contrario, una especie de sentimiento de fraternidad infantil la invadió de golpe por completo. Había dejado ir la empatía por todos esos animales, la misma que inconscientemente había escondido durante tantos años para poder trabajar en un sitio como aquel. De pronto sintió cómo la pantera le sonreía, preciosa, y fue entonces cuando lo hizo. Sacó el manojo de llaves de su bolsillo, alargó el brazo con decisión y abrió la jaula. La pantera pasó por su lado, elegante, y a los pocos segundos el animal empezó a correr como descubriéndose a sí mismo, inocente y feliz. Gaia la observó, extasiada, y al poco agarró el manojo de llaves, se dirigió al foso de los leones y abrió la compuerta interior. Lo mismo hizo con el puma, el guepardo y los tigres. Y así continuó, recinto tras recinto, sin que nadie pudiera detenerla.

            De pronto se fijó en que había algunos compañeros que estaban haciendo exactamente lo mismo que ella. Emocionados, gritaban de felicidad, algunos incluso lloraban y reían al mismo tiempo, casi bailando, mientras abrían cada jaula, y los animales corrían a su alrededor, libres por fin.

            De golpe se encontró al lado de la cafetería, donde algunos empleados miraban embelesados el televisor, aparentemente ajenos a la revolución que se estaba generando a su alrededor. Gaia se acercó. Habían interrumpido la emisión en todos los canales, y las imágenes que mostraba la pequeña pantalla eran, cuanto menos, inverosímiles. Una bandada inmensa, formada por millones y millones de pájaros había invadido la ciudad a primera hora de la mañana destrozando edificios, coches, y tiendas. En la capital, informaban, un enjambre gigante de abejas se había adueñado de la urbe y la gente huía despavorida, aterrada, ante aquel fenómeno casi sobrenatural. En la costa del norte se había producido un pequeño tsunami, y los animales se estaban escapando de los zoológicos como por arte de magia.

            Según decían, el Gobierno había movilizado a todos los efectivos de la policía en primera instancia, y después al mismo Ejército, pero todo era en vano, ya que millones y millones de insectos hacía ya horas que habían acabado con los motores de los coches y se habían introducido en el corazón de cada pistola, de cada fusil, con el fin de impedir su funcionamiento.

            Era imposible explicarse cómo de repente todos los animales del planeta, del más pequeño al más gigantesco, estaban actuando a la par, impecablemente organizados, creando formas geométricas imposibles, con el fin de acabar con cualquier cosa creada por el ser humano.

            Algunas personas se paseaban por las calles desnudas, con pancartas que rezaban lemas sobre el  apocalipsis, las plagas bíblicas, la maldición de los mayas y otras muchas teorías sobre el fin del mundo. Otras rezaban, arrodilladas, llorando de miedo, otras huían despavoridas, y hasta había que se mantenían bloqueadas, paralizadas, observando simplemente lo que ocurría.

            Gaia salió de la cafetería y se sentó en uno de los escalones de la entrada. La luz seguía anaranjada, y el ambiente era delicioso, fresco y puro. Vio pasar un par de monos despistados hacia la salida. Sonrió. Hacía muchos años que Gaia estaba indignada, indignada con la ambición humana, con una especie que había utilizado la inteligencia que le había sido dada para creerse dueña y señora del planeta, en lugar de tratarlo y respetarlo como el maravilloso escenario donde tenía oportunidad de vivir, indignada con los aires de superioridad que demostraba en relación con las otras especies, indignada con su falta de respeto y consideración también con los más débiles dentro de su propia especie.
           
Gaia hacía muchos años que estaba indignada. Ya no podía más.

viernes, 11 de mayo de 2012

Un mundo cerdil


Érase una vez, en un lugar alejado de cualquier cosa, una sociedad formada básicamente por cerdos y ovejas. Las ovejas eran todas aparentemente iguales, pero sólo aparentemente, y los cerdos en realidad también, pero sin embargo eran menos en cantidad y mucho más poderosos que las ovejas.

Las ovejas, muy en el fondo, tenían personalidad propia, pero los cerdos habían ideado varios y originales métodos para hacer que la perdieran y que dejaran de pensar, a pesar de estar biológicamente preparadas para ello. Además, los cerdos habían creado seres que las custodiaban, por si aparecían fallos en el Plan y a alguna se le ocurría pensar más de la cuenta. Estos seres no eran más que antiguas ovejas física y mentalmente transformadas en Pastores y Perros. Y si en algún momento los Pastores y los Perros mostraban algún síntoma de Empatía, palabra que los cerdos habían incluido en uno de los puestos más altos del Antidiccionario, automáticamente eran eliminados y sustituidos por otros.

Había en este mundo muy alejado de cualquier cosa dos tipos de cerdos, los Cerdos Naturales, que habían sido designados como tales, y los Cerdos Adaptados, que antes de cerdos habían sido ovejas. El proceso de transformación Oveja-Cerdo era en realidad muy sencillo, y afectaba principalmente a aquellas ovejas que realmente Querían vivir como cerdos, y sobre todo Querían Ser cerdos. Los Cerdos Naturales detectaban rápidamente cuando una oveja parecía estar empezando por sí sola la transformación, y cuando eso ocurría, le daban todas las herramientas y facilidades para conseguir su objetivo.

El equilibrio para mantener al rebaño calmado y en silencio no era fácil de conseguir, pero los cerdos tenían bien aprendida la Teoría, que había pasado de generación cerdil en generación cerdil. Lo principal era que las ovejas estuvieran suficientemente alimentadas para sobrevivir físicamente y suficientemente distraídas para sobrevivir mentalmente. Para ello, los cerdos de la Sección Alimentaria habían creado un programa de distribución de víveres matemáticamente perfecto, y los de la Sección de Entretenimiento habían inventado los Juegos de la Felicidad, una serie de actividades que las ovejas aplaudían y disfrutaban, y que las mantenían ocupadas durante la mayor parte del tiempo en que no consumían alimentos.

Las ovejas no se llevaban bien las unas con las otras y los Sentimientos hacía Ciclones de Tiempo que ya habían desaparecido. Algunas, las más viejas, incluso eran capaces de recordar conceptos absolutamente prohibidos en el Mundo Cerdil, como el Amor, la Tolerancia o la Solidaridad, pero no podían de ninguna manera compartirlos con ninguna otra oveja, ya que en el Decálogo del Mundo Cerdil eran considerados como Armas de Destrucción Masiva.

Así transcurrían los Ciclones de Tiempo en el Mundo Cerdil, hasta que un día hubo un fallo en el Sistema demasiado grave. Hubieron problemas en la Sección Alimentaria y en la Sección de Entretenimiento, los pilares básicos para mantener el equilibrio planificado, entre otras cosas porque los cerdos no realizaron una correcta distribución de los alimentos (sus ansias de engordar dejaron a las ovejas al borde de la inanición), y porque, hambrientas y enfadadas, algunas ovejas habían conseguido reunir fuerzas suficientes y despertar mentalmente, lo que les permitió boicotear en gran medida los Juegos de la Felicidad.

Fueron ellas, las mismas ovejas, las que se fueron contagiando las unas a las otras de estos nuevos aires reivindicativos, las que fueron recuperando su individualismo, siempre a al servicio de las demás ovejas, las que empezaron a desenterrar conceptos prohibidísimos en el Mundo Cerdil como la Justicia, la Igualdad o la Democracia. Fueron ellas mismas las que redescubrieron el Amor y la Solidaridad y así fueron creciendo como ovejas, hasta el punto de convertirse en seres nuevos y libres. Fueron ellas las que, poco a poco, crearon una sociedad donde cada vez menos surgían nuevos Cerdos Adaptados, Perros y Pastores y donde cada vez más las ovejas vivían felices y contentas de ser lo que eran y con lo que tenían, pero sobre todo con lo que sentían.

Así las cosas, los Cerdos Naturales cada vez eran menos y su influencia menor, hasta que, con los Ciclones de Tiempo, acabaron por desaparecer.

Últimamente hay estudios ovejiles que confirman haber visualizado a los antiguos cerdos malviviendo en un planeta muy, muy lejano llamado San Martín. Pero eso ya es otra historia.