domingo, 11 de mayo de 2014

Egomuerte



-Apunte, Martínez, Egomuerte.
-¿Egomuerte, doctor?
-Egomuerte, Martínez
-Pero… pero… qué… quiero decir, no hemos estudiado algo así en la facultad… o... o al menos no lo recuerdo.

          El doctor dejó de manipular el cadáver y se irguió, prominente, al tiempo que se quitaba los guantes de látex y lanzaba un largo suspiro. Pausa larga.

-La facultad. Las normas, el discurso oficial, la ciencia de manual… Venga conmigo, Martínez, salgamos a que nos dé el aire, este lugar tiene demasiada fuerza. Muchos muertos y pocos vivos. Llevo demasiados años entre estas cuatro paredes y a veces me da la sensación que ya tengo media alma en el otro lado.

         El Doctor y Martínez salieron del edificio bajo una tímida llovizna de abril, suave pero tenaz. Caminaron en silencio por una de las calles contiguas y llegaron a un pequeño parque que apenas empezaba a florecer. El Doctor avanzaba arrastrando cada uno de sus pasos por la arenilla, poco a poco, y siempre con esa inquietante sonrisilla dibujada en su rostro. Martínez en cambio caminaba nervioso, tratando de adaptar el ritmo de sus pasos al de su superior, intentando parecer simpático sin pasarse, tratando de contener esa inseguridad que conseguía que disminuyera hasta alcanzar el tamaño de una oruga.

-¿Sabe en qué consiste la egomuerte, Martínez?

          La llovizna había cesado en cuestión de segundos y unos tímidos rayos de sol empezaban a bañar los arbustos y los árboles, el agua de los estanques, las incipientes florecillas que asomaban, aún asustadizas, de los capullos que las habían abrigado.

Martínez carraspeó, nervioso.

-No doctor, no sé en qué consiste…
-Está bien, Martínez, está bien. Dígame una cosa. ¿Está usted observando la belleza de este lugar? ¿Está focalizando toda su concentración en observar este pequeño regalo que la naturaleza nos brinda? Los árboles empezando a florecer, la combinación de colores que ni el más brillante de los pintores podría idear mejor, la luz después de la lluvia. El silencio y la brisa. Cómo hablan los pájaros. Respóndame sinceramente, hágame el favor. ¿Lo está usted observando?
-Psí… no especialmente, pero bueno, ahora que lo dice…
-O sea que no. Y dígame, desde el momento en que le he informado de la causa de la muerte de esa mujer, ¿se ha interesado mentalmente, aunque sea por un momento, por el concepto de egomuerte? ¿se ha hecho preguntas, lo ha considerado probable, o al menos posible? Se lo pondré más fácil, ¿ha pensado en algo que no fuera en cómo se suponía que tenía que reaccionar ante esa circunstancia delante de un superior?
-Yo… sí, yo… la verdad es que…
-Déjelo, Martínez, lo está pasando mal y tampoco se trata de eso. Mi intención es únicamente que reflexione. Déjese de culpas y disculpas, puede usted entrar en un bucle peligroso.
-Sí, doctor… yo…
-Cállese, Martínez. Todo el tiempo que pasa pensando en sí mismo sin absorber y aprender de lo que pasa fuera es tiempo de muerte mental, está usted muriendo poco a poco. Eso, Martínez, eso es la egomuerte.

          Permanecieron en silencio unos minutos. Un gorrión se posó encima del banco donde Martínez y el Doctor descansaban. Se acercó un poco más al joven estudiante dando enérgicos saltitos, y lo observó largamente, moviendo su diminuta cabecita de un lado a otro. El cielo se había destapado y ahora se dibujaba un lienzo de nubes increíblemente bello y a la vez fugaz, irrepetible. Martínez observó de reojo al Doctor y vio cómo su enigmática sonrisilla se había acentuado un tanto. Suspiró y por primera vez se relajó, y pudo comprobar cómo el pequeño gorrión lo continuaba observando, atento y sonriente.

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