-¿Egomuerte, doctor?
-Egomuerte, Martínez
-Pero… pero… qué… quiero
decir, no hemos estudiado algo así en la facultad… o... o al menos no lo
recuerdo.
El doctor dejó de
manipular el cadáver y se irguió, prominente, al tiempo que se quitaba los
guantes de látex y lanzaba un largo suspiro. Pausa larga.
-La facultad. Las
normas, el discurso oficial, la ciencia de manual… Venga conmigo, Martínez,
salgamos a que nos dé el aire, este lugar tiene demasiada fuerza. Muchos muertos
y pocos vivos. Llevo demasiados años entre estas cuatro paredes y a veces me da
la sensación que ya tengo media alma en el otro lado.
El Doctor y Martínez
salieron del edificio bajo una tímida llovizna de abril, suave pero tenaz.
Caminaron en silencio por una de las calles contiguas y llegaron a un pequeño
parque que apenas empezaba a florecer. El Doctor avanzaba arrastrando cada uno
de sus pasos por la arenilla, poco a poco, y siempre con esa inquietante
sonrisilla dibujada en su rostro. Martínez en cambio caminaba nervioso,
tratando de adaptar el ritmo de sus pasos al de su superior, intentando parecer
simpático sin pasarse, tratando de contener esa inseguridad que conseguía que
disminuyera hasta alcanzar el tamaño de una oruga.
-¿Sabe en qué consiste la
egomuerte, Martínez?
La llovizna había cesado
en cuestión de segundos y unos tímidos rayos de sol empezaban a bañar los
arbustos y los árboles, el agua de los estanques, las incipientes florecillas
que asomaban, aún asustadizas, de los capullos que las habían abrigado.
Martínez carraspeó,
nervioso.
-No doctor, no sé en qué
consiste…
-Está bien, Martínez,
está bien. Dígame una cosa. ¿Está usted observando la belleza de este lugar?
¿Está focalizando toda su concentración en observar este pequeño regalo que la
naturaleza nos brinda? Los árboles empezando a florecer, la combinación de
colores que ni el más brillante de los pintores podría idear mejor, la luz
después de la lluvia.
El silencio y la brisa. Cómo
hablan los pájaros. Respóndame sinceramente, hágame el favor. ¿Lo está usted
observando?
-Psí… no especialmente,
pero bueno, ahora que lo dice…
-O sea que no. Y dígame,
desde el momento en que le he informado de la causa de la muerte de esa mujer,
¿se ha interesado mentalmente, aunque sea por un momento, por el concepto de
egomuerte? ¿se ha hecho preguntas, lo ha considerado probable, o al menos
posible? Se lo pondré más fácil, ¿ha pensado en algo que no fuera en cómo se
suponía que tenía que reaccionar ante esa circunstancia delante de un superior?
-Yo… sí, yo… la verdad es
que…
-Déjelo, Martínez, lo
está pasando mal y tampoco se trata de eso. Mi intención es únicamente que
reflexione. Déjese de culpas y disculpas, puede usted entrar en un bucle
peligroso.
-Sí, doctor… yo…
-Cállese, Martínez. Todo el
tiempo que pasa pensando en sí mismo sin absorber y aprender de lo que pasa
fuera es tiempo de muerte mental, está usted muriendo poco a poco. Eso,
Martínez, eso es la egomuerte.
Permanecieron en silencio
unos minutos. Un gorrión se posó encima del banco donde Martínez y el Doctor
descansaban. Se acercó un poco más al joven estudiante dando enérgicos
saltitos, y lo observó largamente, moviendo su diminuta cabecita de un lado a
otro. El cielo se había destapado y ahora se dibujaba un lienzo de nubes increíblemente
bello y a la vez fugaz, irrepetible. Martínez observó de reojo al Doctor y vio
cómo su enigmática sonrisilla se había acentuado un tanto. Suspiró y por
primera vez se relajó, y pudo comprobar cómo el pequeño gorrión lo continuaba
observando, atento y sonriente.
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