domingo, 11 de mayo de 2014

Los otros colores



          Iba yo surcando supongo que el cielo francés, si es que puede decirse que el cielo es de alguien, cuando me concentré en un solo pensamiento. Sucedió en un momento en que mi vista había topado, a través de las ventanillas, con una de las alas del avión. La derecha, concretamente. Pensaba en dónde se encontrarían los famosos flaps, o flarps, o como se llamen, que hace algunos veranos llenaban portadas y portadas de diarios en relación con un trágico accidente de aviación en Madrid. Pensaba en este tipo de cosas cuando me rea­comodé en mi asiento, aburrida, y alcé mi mirada en dirección al resto del pasaje. En un instante vislumbré a todas esas personas, una pareja joven con dos niños de anuncio: un bebé de meses que no cesaba de llorar y el otro, rubio platino, de unos dos años; un grupo de adolescentes alemanes de culo inquieto que reían a carcajada limpia comparando fotos, o vídeos, o vete a saber, con sus móviles de última generación, una chica morena de pelo corto, tatuada hasta la medula y de mirada apacible. Las azafatas, siempre sonrientes con sus dentaduras blanco nuclear, intentando vender una y otra vez todos los productos y servicios susceptibles de ser vendidos a cinco mil metros de altitud y a novecientos quilómetros por hora.

          Lo que sucedió fue que de repente los vi a todos ellos sin ropa, y sin piel también. Los vi transparentes. Por dentro. Les vi los músculos, los tendones, y dependiendo como les daba la luz, las venas y las arterias, la sangre bombeante, el corazón enloquecido, latiendo, el batería perfecto. Otras veces era capaz de percibir el aparato digestivo. Algunos acababan de comer, y el estómago trabajaba, concentrado, mezclando jugos y absorbiendo propiedades, otros almacenaban grandes cantidades aún por evacuar, si no expulsaban gases, poco a poco, en un intento de no provocar un asesinato colectivo, me supuse. Cerré los ojos un segundo para volver a enfocar de nuevo y allí vislumbré el mecanismo que crea la vida. Vi una chica de unos veinte años de apariencia nórdica, que aparentemente viajaba sola. Transportaba una pequeña judía seca en su interior. Apenas se apreciaba, de hecho, pero allí estaba, no más grande que una ficha de ajedrez. Me pregunté si lo sa­bría y me contuve en el impulso de levantarme para felicitarla. Quizá se tratara de un embarazo no deseado, o quizá ardía en deseos de comunicárselo en persona a su Romeo catalán, que seguramente estaría esperándola en el aeropuerto de Girona ramo de flores en mano. Tonterías. Suposiciones.

          En un instante las turbulencias. Y un repentino cambio de presión, o lo que yo creí un repentino cambio de presión. Y a partir de ese instante algo hizo que mi mirada pasara a concentrarse en las cabezas de la gente, en todos aquellos cráneos apelotonados que protegían, como fieros guerreros cartagineses, los cerebros san­guinolentos, todas aquellas masas de sesos que hacen que seamos lo que somos. Para bien y para mal.

Y vi las buenas y las malas ideas. Y luego unos colores. Unos colores que rodeaban a cada uno de los pasa­jeros, como si de una pintura abstracta se tratara. De hecho parecían acuarelas. Los colores merodeaban por todos aquellos cuerpos, lenta y sigilosamente, como enormes y sabias serpientes milenarias. Los atravesaban incluso. Y entonces lo vi. Un viejo código que no sé por qué, entendí. Y pude leer el lenguaje de todos aquel­los colores que no tenían nombre, porque no eran ni el azul, ni el rojo, ni el naranja, ni el púrpura si quiera. Eran colores de otro mundo, que no había visto nunca antes pero que al mismo tiempo me parecían tan familiares. Y los descifré. Y vi, tan nítidamente como el aire que queda después de una tarde de tormenta, la envidia en­tre dos amigas de mediana edad que reían, divertidas, cotilleando una revista del corazón, la autocompasión de un aparente intelectual concentrado en la lectura de un tomo de medidas considerables, el enfermo ego­centrismo de un joven azafato de ojos diminutos y mirada felina. La tristeza vital de un jubilado que vestía impecablemente y rebosaba educación. El amor suave y calmado como una mañana sin viento de un mat­rimonio que dormía. El miedo tenaz de un ejecutivo que no cesaba de mirar por la ventanilla agarrándose, como agarra un ave rapaz a un conejo para alimentar a sus crías, al reposabrazos de su asiento. Anunciaron por megafonía que nos disponíamos a aterrizar. Cinturones, hora, temperatura. El cap de creus, perfectamente contorneado. El mar plateado, dándonos la bienvenida, y las barquitas que lo surcaban, como estáticas y diminutas estrellas fugaces. Las masías, las piscinas, los huertos, la tierra fértil, los bosques de pi­nos. Al levantar la cabeza todo había desaparecido. Ni rastro de la borrachera de colores, de los pensamientos y sentimientos de todos aquellos desconocidos, de sus instintos más salvajes. Ni rastro de la verdad. Me despedí de las azafatas de sonrisas de anuncio de clínica dental. Adéu, adiós, Tschüss, bye bye. Y mientras descendía del avión por las escalerillas metálicas sentí que volvía a poner los pies en el suelo. Supongo que es mejor así, pensé.

          Había llegado ya al punto de recogida de maletas y la mía era la primera. La alcancé y salí también la primera a través de la puerta automática de llegadas. No me esperaba nadie. Lo primero que vi fue un joven con la mirada centelleante y una ramo de hermosas rosas rojas en la mano.

          Salí al sol abrasador de agosto, me coloqué las gafas de sol y bebí agua. Caminé decidida en dirección a los autocares. Y no miré hacia atrás.




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