
Lo que sucedió fue que
de repente los vi a todos ellos sin ropa, y sin piel también. Los vi
transparentes. Por dentro. Les vi los músculos, los tendones, y dependiendo
como les daba la luz, las venas y las arterias, la sangre bombeante, el corazón
enloquecido, latiendo, el batería perfecto. Otras veces era capaz de percibir
el aparato digestivo. Algunos acababan de comer, y el estómago trabajaba,
concentrado, mezclando jugos y absorbiendo propiedades, otros almacenaban
grandes cantidades aún por evacuar, si no expulsaban gases, poco a poco, en un
intento de no provocar un asesinato colectivo, me supuse. Cerré los ojos un
segundo para volver a enfocar de nuevo y allí vislumbré el mecanismo que crea la vida. Vi una chica de
unos veinte años de apariencia nórdica, que aparentemente viajaba sola.
Transportaba una pequeña judía seca en su interior. Apenas se apreciaba, de
hecho, pero allí estaba, no más grande que una ficha de ajedrez. Me pregunté si
lo sabría y me contuve en el impulso de levantarme para felicitarla. Quizá se
tratara de un embarazo no deseado, o quizá ardía en deseos de comunicárselo en
persona a su Romeo catalán, que seguramente estaría esperándola en el
aeropuerto de Girona ramo de flores en mano. Tonterías. Suposiciones.
En un instante las
turbulencias. Y un repentino cambio de presión, o lo que yo creí un repentino
cambio de presión. Y a partir de ese instante algo hizo que mi mirada pasara a
concentrarse en las cabezas de la gente, en todos aquellos cráneos apelotonados
que protegían, como fieros guerreros cartagineses, los cerebros sanguinolentos,
todas aquellas masas de sesos que hacen que seamos lo que somos. Para bien y
para mal.
Y vi las buenas y las malas ideas. Y luego unos colores. Unos
colores que rodeaban a cada uno de los pasajeros, como si de una pintura
abstracta se tratara. De hecho parecían acuarelas. Los colores merodeaban por
todos aquellos cuerpos, lenta y sigilosamente, como enormes y sabias serpientes
milenarias. Los atravesaban incluso. Y entonces lo vi. Un viejo código que no
sé por qué, entendí. Y pude leer el lenguaje de todos aquellos colores que no
tenían nombre, porque no eran ni el azul, ni el rojo, ni el naranja, ni el
púrpura si quiera. Eran colores de otro mundo, que no había visto nunca antes
pero que al mismo tiempo me parecían tan familiares. Y los descifré. Y vi, tan nítidamente
como el aire que queda después de una tarde de tormenta, la envidia entre dos
amigas de mediana edad que reían, divertidas, cotilleando una revista del
corazón, la autocompasión de un aparente intelectual concentrado en la lectura
de un tomo de medidas considerables, el enfermo egocentrismo de un joven
azafato de ojos diminutos y mirada felina. La tristeza vital de un jubilado que
vestía impecablemente y rebosaba educación. El amor suave y calmado como una
mañana sin viento de un matrimonio que dormía. El miedo tenaz de un ejecutivo
que no cesaba de mirar por la ventanilla agarrándose, como agarra un ave rapaz
a un conejo para alimentar a sus crías, al reposabrazos de su asiento. Anunciaron por megafonía que nos
disponíamos a aterrizar. Cinturones, hora, temperatura. El cap de creus,
perfectamente contorneado. El mar plateado, dándonos la bienvenida, y las
barquitas que lo surcaban, como estáticas y diminutas estrellas fugaces. Las masías,
las piscinas, los huertos, la tierra fértil, los bosques de pinos. Al levantar
la cabeza todo había desaparecido. Ni rastro de la borrachera de colores, de
los pensamientos y sentimientos de todos aquellos desconocidos, de sus
instintos más salvajes. Ni rastro de la verdad. Me despedí de las
azafatas de sonrisas de anuncio de clínica dental. Adéu, adiós, Tschüss, bye
bye. Y mientras descendía del avión por las escalerillas metálicas sentí que
volvía a poner los pies en el suelo. Supongo que es mejor así, pensé.
Había llegado ya al
punto de recogida de maletas y la mía era la primera. La alcancé y
salí también la primera a través de la puerta automática de llegadas. No me
esperaba nadie. Lo primero que vi fue un joven con la mirada centelleante y una
ramo de hermosas rosas rojas en la mano.
Salí al sol abrasador
de agosto, me coloqué las gafas de sol y bebí agua. Caminé decidida en
dirección a los autocares. Y no miré hacia atrás.
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