Observar aquel cartel, en
medio del aeropuerto, me dejó sin respiración durante unos segundos. El aire se
detuvo, y todas aquellas personas que circulaban a mi alrededor, altos
ejecutivos, mochileros, estudiantes, viejos, altos y medianos, guapos y feos,
ricos y pobres, familias enteras y viajeros solitarios, pasaron a congelarse
durante un cortísimo período de tiempo, como si de una película de ciencia
ficción se tratara.
Lo fotografié de manera
compulsiva, quizás le hice veinte, treinta fotos, casi todas iguales, con el
fin de captar de alguna manera el aura mágica, casi sobre natural, que
desprendía. Me volví loco por unos instantes, como el artista eufórico que por
fin encuentra el trazo perfecto. La gente me miraba anonadada; de alguna manera
debían intuir la emoción, el deseo, el enganche y la excitación que aquel
pequeño pedacito de papel modelaba en mis entrañas. Durante el tiempo que duró
la pequeña e improvisada sesión fotográfica, yo no fui el yo de siempre, y por
primera vez tuve la sensación de abandonar la racionalidad y de vivir, durante
unos instantes, la vida que yo quería o que, al menos, intuía querer.
Cuando acabé, me calmé un tanto y dejé de sudar compulsivamente, el aeropuerto tenía otro aspecto. La gente me sonreía al pasar y la luz había cambiado. Ahora los rayos de sol que entraban por los gigantescos ventanales de la Terminal 1 bañaban los objetos y las personas elegantemente, las acogía en sus brazos, y se adaptaba a su forma y a sus movimientos, como un traje de neopreno se adapta al cuerpo de un buzo. El aire olía distinto y me sentía mucho más ligero. Menos enfermo.
Al cabo de unos segundos
me percaté, y lo vi nítido y cristalino, como si un par de limpiaparabrisas hubieran
caído del cielo y hubieran limpiado, de una sola pasada, todo mi mundo. No
había duda alguna. Me acababa de enamorar.
Al llegar a casa, saludé
a la vecina de enfrente, y me percaté en seguida que también había cambiado.
Había pasado de ser una especie de orco venido de los infiernos a convertirse
en una viejecita adorable y perfumada, algo malhumorada, eso sí, pero
entrañable al fin y al cabo.
Encendí el televisor. Las
noticias, objetivamente, continuaban siendo deprimentes, pero por primera vez,
fui verdaderamente consciente de formar parte del mismo mundo que los demás y
no sólo eso, sino también de poseer una pequeña parcela en aquel lugar de
todos, que, al moverla, modificaba en cierta manera la de los otros; la clave
estaba en tomar una buena decisión a la hora de realizar los movimientos.
Sentí entonces una
especie de calorcito interno, al verme de repente tan insignificante pero
importante al mismo tiempo, y al pensar también, por primera vez en mi vida, en
que tenía ganas de mejorar las cosas.
Abrí el portátil y me
conecté al Facebook, como cada día. De repente tuve ganas de compartir la
experiencia que acababa de vivir con los demás, en lugar de quedármelo para mí
solo. Algo me decía que debía hacerlo. Colgué una de las treinta fotografías
iguales que había realizado de aquel cartel, al tiempo que me quedaba, de
nuevo, embelesado con aquella visión, que para mí era tan perfecta e imperfecta
a la vez, tan real e irreal al mismo tiempo, como lo son, en lo más profundo de
nosotros mismos, nuestros personajes de ficción favoritos.
Al cabo de una semana
recibí una solicitud de amistad. “Carmela quiere agregarte como amigo.” “Cero
amigos en común”.
Inmediatamente después
abrí la foto de perfil de Carmela y quedé estupefacto. Había tanta magia y
tanta naturalidad en ese rostro como nunca había percibido en mi vida; y
seguidamente, un mensaje:
“Yo colgué el cartel que
has fotografiado en el aeropuerto. En unos días vuelvo a venir a Barcelona. Si
quieres, podemos vernos. Ah! Y por cierto, suerte que fuiste con los ojos bien
abiertos”.
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