Me desperté al cabo de unas pocas horas. El sol se filtraba por las
estrechas rendijas, grotescamente pequeñas, mi única ventana al exterior. Yo me
encontraba ensangrentado, como siempre, las venas y las arterias recorriéndome
la piel roja y viscosa, los capilares, pequeños túneles perfectamente
interconectados, guarida perfecta de las bolitas rojas y blancas, las que
transportan vida y milagros, las que nos defienden de nuestros enemigos. Mis
entrañables bolitas, compañeras de fatigas, ahora encerradas, censuradas,
faltas de libertad. Las sentía rebotar, pom pom, pom pom, una y otra vez,
contra las inquebrantables murallas, desesperadas, exasperadas por hallar una
salida, cualquiera que fuere, de la cárcel en que yo mismo me había convertido,
una especie de tanque, un búnker sellado y muerto.
La luz del sol me molestaba, tan cerca de mí por primera vez, brillante,
transparente y enérgica, tan llena de vida, me acariciaba las membranas y todas
mis partes se encogían, temerosas de recibir cualquier sensación reconfortante,
reacias a cualquier estímulo vital que pudiera incentivar un mecanismo de
recuperación de viejos recuerdos felices recubiertos de polvo.
Me encontraba allí, simplemente allí, rodeado de inmundicia, y todos
aquellos extraños animales de ojos achinados y amarillentos me observaban
fijamente, expresivos, y me dirigían rocambolescas muecas a medio camino entre
el sarcasmo y la
crueldad. No recordaba haber salido de mi casa, ni cómo me habían
sacado, ni menos aún el por qué del exilio involuntario. ¿Me habían echado a mí
sólo? ¿Habría continuado él viviendo sin mí? ¿Pero cómo era posible? Quizá si
me movía, si investigaba, conseguiría ciertas informaciones de utilidad. Quizá
descubriría la manera de volver a casa, y podría adaptarme de nuevo, enganchar
todas mis conexiones, encender motores otra vez, y por fin, volver a latir.
De repente un ruido, un crujido seco y contundente, había hecho volatilizar
en un instante todas mis reflexiones. Contuve la respiración y me dediqué a
observar entre las tinieblas. Un raquítico rastro de sangre brillaba, como mis
queridas bolitas, entre tanta oscuridad, y un rayo de esperanza me iluminó por
dentro dejándome absolutamente despojado, manifiesto, patente, ante el público
repugnante que parecía pasar el tiempo observándome.
Al fin lo vi. El corazón me miraba desde un rincón, medio acurrucado,
ensangrentado y nervioso, incluso parece que lata y todo, pensé. Y era idéntico
a mí, de eso estaba seguro. Jamás había visto ningún otro corazón, ni tampoco
ningún espejo, cómo iba a hacerlo, pero de alguna manera sabía que él era lo
que era yo. Y sollozaba. Deduje que quería hablar, comunicarse conmigo, pero
había algo en el aire que parecía aspirar sus exiguas palabras de una manera
casi obsesiva.
Quise acercarme, sí, acercarme, es la primera vez que deseo acercarme a
algo o a alguien, pensé. Y vi que no podía, pesaba demasiado y la presión de
todos aquellos monstruitos, que parecían inertes, como si vieran cualquier
serial en la televisión, me devoraba y me hacía cada vez más pequeño.
Así permanecimos unos instantes, mirándonos el uno al otro, sin decirnos
nada en concreto. Y de repente su voz ronca, increíblemente personal, fuerte y
segura.
-No sabes por qué estás
aquí, ¿verdad?
-¿Eh?
No sabía bien cómo reaccionar, y sentía los pequeños animalillos y sus
afilados colmillos más cerca cada vez, podía notar cómo salivaban, poco a poco,
y cómo, en sus mentes retorcidas, imaginaban su particular festín sangriento.
-Quiero decir… no… bien,
bien, no… creo que llegué que aún era oscuro, no podría decir la hora exacta,
pero aún no había amanecido.
-Claro, nadie nos lanza
de día.
-¿Cómo?
-Nadie nos lanza de día.
Todo el mundo se enteraría, y sería un escándalo a nivel global, mundial, ¿no
te das cuenta?
-Cómo… ¿cómo que nos
lanzan? ¿qué quieres decir con que nos lanzan?
-Nos lanzan, nos tiran,
nos abandonan, ya no les servimos, no nos quieren más, sólo les estropeamos las
cosas, ya no interesamos.
-Igual… igual llevas
demasiado tiempo aquí, rodeado de todos estos…
El chillido metálico, como el de dos cubiertos rozándose, desagradables,
que emitió uno de los monstruitos me hizo callar. ¿Es que también podían
entendernos? Al cabo de unos segundos respiré hondo y reuní el valor suficiente
para continuar.
-… en fin, no te ofendas,
pero igual necesito reflexionar, pensar un poco en todo esto.
-¿Pensar un poco?
-Sí, pensar un poco.
-No sirve de nada pensar
un poco, no te va a salvar, ni tampoco al mundo.
-Muy bien, déjame sacar
mis propias conclusiones.
-No es útil.
-Ni siquiera me dejas
pensar.
-Pensar no es práctico.
-¿Lo ves? Por eso no me
gusta hablar contigo.
-¿Por qué?
-Porque no me das tregua
-Es que ni siquiera
quieres escucharme. Intuyes por donde voy, pero no quieres oírlo, prefieres
vivir en tu eterna fantasía, aún sabiendo que es falsa.
Callé. Me encontraba demasiado cansado para discutir. El otro corazón
aprovechó la pausa, el silencio rimbombante y oscuro.
-Mira hacia allí.
En un suave movimiento se incorporó un tanto y me señaló una dirección
concreta en la oscuridad, más o menos a mi derecha.
-No veo nada.
-Fíjate bien, pero sobre
todo mejora tu actitud. Tienes que querer ver, si no, estás perdido.
No entendía muy bien a qué se refería aquel corazón viejo y chalado, pero
no sé muy bien por qué, le hice caso. Mejoré mi actitud y vi. Primero un brillo
conocido y después un color, el rojo. Mis queridas bolitas. Me fijé aún más, y
quise ver a largo plazo. Y la visión no se acababa nunca. Una marea infinita de
corazones enganchados, pegados los unos a los otros como gordos sapos abatidos se
extendía en una superficie eterna y monumental. Una masa sanguinolenta cubría
las alcantarillas de un extremo a otro, inundando la oscuridad y el espacio de
podredumbre de brillantes y llamativos huéspedes.
No… no podía articular palabra. Todas mis partes se tensaron y quedaron
inmóviles, y una capa de una tristeza infinita me cubrió de arriba abajo,
dejándome completamente alelado y deprimido, y haciéndome sentir más solo que
nunca.
-¿Lo ves? Ahí tienes la prueba. Lo tuyo no es
una cosa puntual. Lo mío tampoco. Sólo somos dos piezas más de una inmensidad
incalculable, más grande de lo que puedas llegar a imaginar.
Sentí que desfallecía, y necesité apoyarme en un saliente húmedo y frío de la pared. Y de repente me oí
hablar, preso de una lucidez que desconocía.
-Yo soy lo que le hace
humano.
-Y justamente por eso no
te quiere con él.
-Ahora ya no es humano.
-No, no lo es, como
tampoco lo son los propietarios de todos ellos.
-¿Y qué es la humanidad
sin humanos?
-Es otra cosa,
sencillamente.
-Nunca hubiera imaginado
que habría tanta gente dispuesta a abandonarnos.
-Es que no es tanta, es
más bien la suficiente.
Y no es gente cualquiera.
El otro corazón cesó de hablar de un plumazo, y no parecía ni siquiera
respirar, y yo me pregunté si quizá estaba muerto, aún sabiendo que somos
inmortales, qué absurdos pensamientos nos asaltan a veces, me dije. Y una
lágrima brotó de los ojos que no tengo, y una risita nerviosa emergió de mi
boca inexistente. Y observando aquel corazón loco y cansado ahora convertido en
estatua, me pregunté qué extraños motivos deben empujar a uno a arrancarse su
propio corazón y arrojarlo por una alcantarilla. Y tuve que aceptar de nuevo
que quizá era demasiado pequeño e ignorante para entender cuestiones de tal
magnitud, así que simplemente me acurruqué junto a mi nuevo amigo y me dormí en
un santiamén debido al cansancio acumulado. Mañana sería otro día.