miércoles, 15 de febrero de 2012

Lucio y el valor del dinero

          A unos 340 quilómetros de Fonsanta del Ebro, en Madrid capital, un hombre trajeado, limpio y pulcramente perfumado se dirigía a comprar el periódico en su quiosco habitual, en pleno centro de la ciudad, antes de ir al trabajo. Aunque llevaba suelto, decidió pagar con un billete de veinte euros, así que recibió de cambio un billete de diez euros, uno de cinco, y el resto en monedas. El hombre en cuestión se disponía a guardar apresuradamente el dinero en la cartera de marca cuando le pareció ver algo escrito en el billete de diez euros. La caligrafía era desordenada, infantil, y algunas letras eran mayores que las demás, pero no obstante pudo leer clara y perfectamente:

    ¿Y tú? ¿Tienes madre?

          El hombre trajeado se sentó, lentamente, en la escalinata principal del majestuoso edificio donde trabajaba, y permaneció unos minutos en silencio, mientras a su alrededor la gran ciudad bullía y palpitaba, estresada, mecida en un sinfín de ruidos desagradables y agotadores . Luego guardó el billete cuidadosamente en la cartera, se incorporó y se dirigió al parking de la empresa donde recién había aparcado su BMW.

          A unos 340 quilómetros de Madrid capital, en Fonsanta del Ebro, el sol salía lentamente, misterioso, y parecía que devoraba, cada vez más, un trocito de los Monegros. En una casita cualquiera de aquel pueblecito dejado de la mano de dios situado en medio del árido desierto aragonés, Lucio abrió los ojos poco a poco, para que la cálida luz de primera hora de la mañana no le cegara por completo. El gallo del Hilario hacía rato que cantaba y el Julio y el Julio pequeño ya llevaban horas fuera con el rebaño. Lucio se dirigió al baño para asearse, y después de vestirse bajó correteando por la vieja escalera de piedra a la cocina. Se calentó la leche en el arrugado cazo de aluminio y se sentó delante de la ventana, dejando que le bañara la luz, dispuesto a desayunar. Recogió la mesa, lavó los utensilios con esmero y fue corriendo al establo en busca de su destartalada BH azul.

          Salió disparado como siempre, por las calles del pueblo, como si le fuera la vida en ello, esquivando gallinas, gatos, perros, y alguna que otra oveja despistada. Los vecinos le veían pasar y comentaban, entre cuchicheos, que sin lugar a dudas, el Lucio era un muchacho fuera de lo normal.

          Al llegar por fin a la oficina bancaria donde trabajaba su padre, aparcó la BH donde siempre, a la sombra del nogal de la Gertru, donde tantas veces había merendado.
          Lucio abrió la puerta de la oficina con una sonrisa pillina en los labios, como siempre, saludando a todo el mundo. Entró en el despacho de su padre, le dio un beso de buenos días, y se sentó en su sillita amarilla. Sacó su pequeño estuche de lápices y rotuladores y empezó a sacar punta a todos los que aún no estaban en condiciones. Su padre le entregó el primer fajo de billetes. Se disponía a empezar la faena de cada día.

         La vieja Silvina, medio adormecida, jugaba a las cartas con sus compañeras de residencia cuando una imagen la sacó por completo de su aletargado ensimismamiento. Un hombre trajeado y elegante se acercaba, con paso firme, por el estrecho caminito de grava de la entrada. Hubiera reconocido esa figura con los ojos cerrados, a pesar de permanecer tantos años sin saber nada de él. Sus ojos, vidriosos, delataban el renacer de una ilusión casi olvidada.


         A unos 600 quilómetros de Fonsanta del Ebro, en una pequeña localidad situada a las afueras de Almería, un mendigo contaba las monedas que había recolectado aquel día congelado del mes de enero. Entre ellas, un billete de cinco euros. Había algo escrito. El mendigo intentó acercar el billete a la luz de la fogata que había improvisado con cuatro cartones para ver mejor.

          Una sonrisilla traviesa asomó por primera vez en meses en la tez castigada de aquel hombre, y de repente, bajo la cálida luz del fuego parecía casi feliz.


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