sábado, 12 de noviembre de 2011

Un Mercedes negro y triste

Hacía mucho frío, pero yo tenía ganas de salir fuera porque toda aquella gente me agobiaba. Las mujeres me tiraban de los mofletes y no paraban de decirme lo grande que estaba, y los hombres me daban golpecitos en la espalda y negaban con la cabeza y suspiraban, pero no decían nada más.
El ambiente estaba cargadísimo, y yo sentía que no podía respirar. Me pitaban los oídos y el murmullo constante de toda aquella gente me iba perforando el cerebro muy poco a poco. El tufo a colonia se mezclaba con el olor a humedad que iba penetrando en el edificio sin que nadie se percatara, y el contacto con el mármol frío no ayudaba. Estaba apoyado en la pared, para no desfallecer, pero tenía que moverme de allí o iba a volverme loco.
Fuera llovía, y la gente corría para arriba y para abajo. Los trabajadores portaban, estresados, centros de rosas rojas, y los Mercedes, negros y tristes, entraban y salían en su ejercicio rutinario de comunicar el mundo de los vivos con el de los muertos.

Encontré un banco vacío y me senté, tiritando de frío pero aliviado. En un momento pensé en el colegio, ¿qué estarían haciendo? a esa hora tocaba clase de gimnasia, así que seguramente se habrían trasladado al polideportivo, por la lluvia, y habrían tenido que compartir las pistas con las otras clases. Cada vez lo mismo, no había espacio y era un caos. Lo odiaba.

Volví a la realidad. En la otra punta del banco se había sentado un señor mayor, arrugado y trajeado. Hacía mucho ruido al respirar, pero parecía tranquilo, y su mirada se perdía más allá de las personas que teníamos delante charlando, más allá del edificio de enfrente, más allá de cualquier elemento tangible.
Se puso a llorar sin que me lo esperara. Nunca había visto a ningún señor mayor llorar. No de esa manera. Lloraba en silencio, con la cabeza gacha, desconsoladamente. Lloraba como si llevara años sin hacerlo, o incluso, llegué a pensar, como si fuera la primera vez y lo estuviera descubriendo.
Yo no sabía qué hacer, me quedé completamente petrificado y aturdido, e intenté buscar alguna solución, alguna manera de actuar, dentro de los archivos de mi cabeza, pero no encontré nada adecuado. Al final le ofrecí un Kleenex gastado que llevaba horas en mi bolsillo.

-Está usado, pero no se preocupe, no tengo ninguna enfermedad, hace poco me he hecho análisis completos de sangre, por eso lo sé.

El señor mayor esbozó una leve sonrisa y aceptó el Kleenex de buena gana. Se sonó los mocos, aliviado, y arrojó el pañuelo a la papelera.

-Siempre tuve demasiados compromisos. Fueron demasiados.

Yo no sabía de qué hablaba, ni por qué había empezado a hablar de aquella manera, pero algo me dijo que lo mejor que podía hacer era callar y escuchar, y sobre todo, no interrumpir. Interrumpir a una persona mientras habla es de muy mala educación.

-Mi mujer de vez en cuando se quejaba, e incluso me había llegado a decir que me estaba perdiendo ver crecer a mis hijos, que eso pasa muy rápido, y que luego me arrepentiría, pero yo no lo veía tan grave. Yo estaba haciendo cosas por mi país, cosas muy importantes por mi país… ¿cuántos años tienes tú?
-Doce años, señor
-…pero ella nunca fue consciente de la responsabilidad que yo tenía sobre mis hombros… y mis hijos tampoco, no lo entendían, no podían entenderlo.

En ese momento levanté la vista. Un hombre, totalmente vestido de negro, alto y fuerte, me observaba, disimuladamente, desde detrás de una columna. Me invadió un escalofrío.

-…así que doce años… cuando yo tenía tu edad organicé mi primer partido político, en el colegio. Puedo recordarlo con todos los detalles. Todos me admiraban, me observaban como si fuera alguien diferente, especial, y nadie se atrevía a hablar cuando yo lo hacía. Era reconfortante. Después, con los años, ya nada fue así, he estado siempre rodeado de buitres carroñeros que se hacían llamar amigos, que lo único que querían eran favores, intereses… dinero, al fin y al cabo. Ratas sin escrúpulos que decían amar a su nación, pero que, en realidad, miraban únicamente por su propio interés personal.

El señor mayor hizo una pausa y suspiró. No me atreví a decir nada. Quizás hubiera sido el momento perfecto para levantarme e irme de allí, lejos de aquel desconocido hundido en la miseria. Pero no lo hice.

-¿Tú crees que mi hijo, desde allá arriba, me perdonará por haberlo descuidado en pos del bienestar de tanta gente, de todos los ciudadanos y ciudadanas de este país, por los que tanto he luchado?

            No sabía qué tenía que contestar a aquello, ni siquiera estaba seguro de haber entendido la pregunta, pero algo tenía que decir, estaba claro. No hacerlo, o irme sin más, habría sido de muy mala educación.

            -Pues no lo tengo demasiado claro, señor. Lo que no entiendo es cómo pudo ayudar a toda la gente del país, debe haber mucha gente en un país, y no pudo hacerlo con su hijo, que era una sola persona.

            Reflexioné una décima de segundo, y seguidamente me vino otro pensamiento a la cabeza, rapidísimo.

-Mi padre, por ejemplo, siempre dijo que mi abuelo es un gran hombre, a pesar de no verlo desde hace muchos años, a lo mejor su hijo piensa lo mismo de usted.

            De repente, el señor mayor levantó la vista y me miró largamente. Se acercó, poco a poco, y de golpe me abrazó con fuerza. Estuvo abrazado a mí unos segundos, exactamente los que el gorila de detrás de la columna tardó en llegar al banco y llevarse al señor mayor.

            Unos años más tarde después de aquello, me enteré de la muerte de mi abuelo. El tanatorio estaba repleto de gente, no cabía ni una aguja. Hombres trajeados que olían a perfume caro formaban corrillos y charlaban animadamente. Decidí entrar en la salita donde yacía el cuerpo de mi abuelo, maquillado y arreglado. Yo apenas recordaba su rostro, lo había visto de muy pequeño y apenas conservábamos fotos.

            Me costó, pero finalmente me asomé. El señor del banco, el mismo que me había abrazado el día del funeral de mi padre, descansaba tendido bajo el cristal.

            Salí de la salita, con la respiración agitada y una presión extraña en el estómago que no había sentido jamás. Entré todavía compungido en la capilla, pero no pude escuchar con claridad nada de lo que se estaba diciendo en aquel lugar, mi cabeza daba vueltas y más vueltas en torno a un sinfín de pensamientos que se entremezclaban, desordenados, por todos los rincones de mi mente. Cuando me di cuenta la misa había terminado, y toda aquella gente se daba la mano y se despedía en la puerta del edificio.

            De repente alguien me picó en el hombro. Me di la vuelta, y un hombre de unos sesenta años con cara de buena persona y voz afable me dijo:

            -¿Es usted familiar del fallecido?
            -Sí, soy su nieto.
            -Me preguntaba si quiere ocupar el coche destinado a la familia de los fallecidos para ir al cementerio.
            -Pero… ¿no hay nadie más?
            -No hay nadie más.
           
            Me acomodé en el asiento delantero de aquel Mercedes negro y triste. El puerto de Barcelona parecía diferente visto desde aquella perspectiva, desde aquel coche, y la montaña de Montjuic tampoco era la misma. Sin embargo, y a pesar de todo, me sentía extrañamente contento.

            Al llegar al cementerio salí del coche y un viento frío y limpio me acarició el rostro. El sol brillaba y una bandada de gaviotas tiñó el cielo muy cerca, rompiendo el silencio profundo de aquel lugar de paz. Ya no olía a perfume caro.





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