sábado, 1 de octubre de 2011

La vida impoluta

Había nevado en Barcelona. La ciudad estaba patas arriba. Javier se sentía más solo que nunca. Volvía a su pequeño pisito de Gracia, como cada tarde, sobre la misma hora. Sin variaciones.

Abrió la puerta de la antigua finca y sintió el hierro congelado bajo sus manos. Tenía los dedos de los pies agarrotados por el frío. Se le congelaban, en invierno. Primero se le ponían amarillos, de un amarillo morgue, y luego lilas, así que finalmente siempre debía calentarlos de alguna forma.

Entró en el vestíbulo, pero la puerta no se cerró detrás de él. Se giró. Era el vecino del rellano, de su mismo rellano, el que vivía justo en frente.
Iba trajeado, como siempre, el pelo bien peinado, los dientes blancos como perlas, la barba pulcramente recortada, los zapatos impolutos, la vida impoluta.

Javier llamó al ascensor.

-Buenas tardes
-Ei, qué tal…buenas tardes

Esperaron, cosa de un minuto, a que bajara el ascensor. Había que cambiar aquel maldito ascensor. Tan diminuto, tan incómodo. Tan viejo. Las paredes, rancias, marrones, el espejo decrépito, mal cuidado, sucio. Los números de los pisos casi ilegibles, extrañamente carcomidos. La peste constante a tabaco. La mala iluminación.

-No para de nevar, parece que… -pero el vecino del rellano no pudo terminar la frase. Un ruido seco había importunado su discurso. El ascensor se había parado. Y las luces se habían apagado. Respiraron hondo. Volvían a encenderse. Pero el ascensor no se movía. Y los dos estaban juntos, muy juntos, tanto, que ambos tenían miedo que el otro pudiera percibir algún olor corporal inconveniente, después de estar todo el día fuera, de arriba para abajo, sudando.

-Vaya, pues sí que estamos bien…- aventuró Javier.
-Sí, qué mala suerte, oye…
-Bueno, a ver si tarda poco… de todas formas démosle a la alarma, ¿no?
-Sí, mejor, con estas cosas nunca se sabe…
-A ver qué pasa…
-Sí, a ver….
-Qué estrecho es esto, ¿no?
-Sí, hay que cambiar este ascensor, está fatal…
-No, si ya lo dije yo en la última junta, pero bueno…
-En fin…
-¿Tienes hora?
-Sí… las ocho… vaya, tampoco hay cobertura, no lo sabía…
-Yo sí… es otra de las cosas que dije en la junta.
-Justamente ahora… joder…
-Llevabas prisa?
-Bueno, no… sí…. tenía una cena.
-Vaya,,, ¿importante?
-No, bueno, sí, un poco… un poco, sí…
-Vaya, cuánto lo siento.
-No, no, tranquilo, no hace falta que lo sientas.
-Bueno, igual lo siento… y qué… ¿vives solo?
-Sí, sí, vivo solo… bueno, tengo a mi perro, Quique, lo habrás visto alguna vez…
-Sí, una vez me topé con un… excremento suyo en el rellano.
-Vaya, lo siento, no me daría cuenta…
-No, tranquilo, no pasa nada. Mi mujer lo recogió enseguida. Y… ¿Y es bueno, tu perro? quiero decir… ¿Se porta bien?
-Sí, bueno, depende del día, a veces está más nervioso… pero en general bien.

De repente se oyó un ruido seco, y el ascensor se movió.


Cuando el vecino de enfrente llegó a casa los niños dormían. Su mujer se arreglaba. Llevaba la falda roja, aquella que él adoraba, y los pendientes, los pendientes plateados, que tan bien ornamentaban sus preciosas orejitas diminutas.

La vio salir por la puerta. Sabía a dónde iba.

Javier se había duchado como alma que lleva el diablo, se había afeitado y puesto colonia de la buena, de esa que se ponía sólo en ciertas ocasiones para no acabar nunca el frasco. Se había puesto su camisa favorita, la de la boda del Paco, y unos tejanos. Se había acomodado los rizos con cera, para que pareciera que no se había acomodado los rizos con cera. Y justo cuando se lavaba las manos sonó el portazo del piso de enfrente. Al cabo de dos segundos, el timbre de su casa, como siempre.

Era ella. La abrió y se besaron, apasionadamente. Aquella mujer conseguía que se encendiera por dentro en un abrir y cerrar de ojos. La hizo pasar. Cenaron. Luego hicieron el amor. Llevaba una falda roja.







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