sábado, 3 de noviembre de 2012

Lo que arrojamos



Me desperté al cabo de unas pocas horas. El sol se filtraba por las estrechas rendijas, grotescamente pequeñas, mi única ventana al exterior. Yo me encontraba ensangrentado, como siempre, las venas y las arterias recorriéndome la piel roja y viscosa, los capilares, pequeños túneles perfectamente interconectados, guarida perfecta de las bolitas rojas y blancas, las que transportan vida y milagros, las que nos defienden de nuestros enemigos. Mis entrañables bolitas, compañeras de fatigas, ahora encerradas, censuradas, faltas de libertad. Las sentía rebotar, pom pom, pom pom, una y otra vez, contra las inquebrantables murallas, desesperadas, exasperadas por hallar una salida, cualquiera que fuere, de la cárcel en que yo mismo me había convertido, una especie de tanque, un búnker sellado y muerto.

La luz del sol me molestaba, tan cerca de mí por primera vez, brillante, transparente y enérgica, tan llena de vida, me acariciaba las membranas y todas mis partes se encogían, temerosas de recibir cualquier sensación reconfortante, reacias a cualquier estímulo vital que pudiera incentivar un mecanismo de recuperación de viejos recuerdos felices recubiertos de polvo.

Me encontraba allí, simplemente allí, rodeado de inmundicia, y todos aquellos extraños animales de ojos achinados y amarillentos me observaban fijamente, expresivos, y me dirigían rocambolescas muecas a medio camino entre el sarcasmo y la crueldad. No recordaba haber salido de mi casa, ni cómo me habían sacado, ni menos aún el por qué del exilio involuntario. ¿Me habían echado a mí sólo? ¿Habría continuado él viviendo sin mí? ¿Pero cómo era posible? Quizá si me movía, si investigaba, conseguiría ciertas informaciones de utilidad. Quizá descubriría la manera de volver a casa, y podría adaptarme de nuevo, enganchar todas mis conexiones, encender motores otra vez, y por fin, volver a latir.
De repente un ruido, un crujido seco y contundente, había hecho volatilizar en un instante todas mis reflexiones. Contuve la respiración y me dediqué a observar entre las tinieblas. Un raquítico rastro de sangre brillaba, como mis queridas bolitas, entre tanta oscuridad, y un rayo de esperanza me iluminó por dentro dejándome absolutamente despojado, manifiesto, patente, ante el público repugnante que parecía pasar el tiempo observándome.

Al fin lo vi. El corazón me miraba desde un rincón, medio acurrucado, ensangrentado y nervioso, incluso parece que lata y todo, pensé. Y era idéntico a mí, de eso estaba seguro. Jamás había visto ningún otro corazón, ni tampoco ningún espejo, cómo iba a hacerlo, pero de alguna manera sabía que él era lo que era yo. Y sollozaba. Deduje que quería hablar, comunicarse conmigo, pero había algo en el aire que parecía aspirar sus exiguas palabras de una manera casi obsesiva.

Quise acercarme, sí, acercarme, es la primera vez que deseo acercarme a algo o a alguien, pensé. Y vi que no podía, pesaba demasiado y la presión de todos aquellos monstruitos, que parecían inertes, como si vieran cualquier serial en la televisión, me devoraba y me hacía cada vez más pequeño.

Así permanecimos unos instantes, mirándonos el uno al otro, sin decirnos nada en concreto. Y de repente su voz ronca, increíblemente personal, fuerte y segura.

-No sabes por qué estás aquí, ¿verdad?
-¿Eh?                                                                                                                 

No sabía bien cómo reaccionar, y sentía los pequeños animalillos y sus afilados colmillos más cerca cada vez, podía notar cómo salivaban, poco a poco, y cómo, en sus mentes retorcidas, imaginaban su particular festín sangriento.

-Quiero decir… no… bien, bien, no… creo que llegué que aún era oscuro, no podría decir la hora exacta, pero aún no había amanecido.
-Claro, nadie nos lanza de día.
-¿Cómo?
-Nadie nos lanza de día. Todo el mundo se enteraría, y sería un escándalo a nivel global, mundial, ¿no te das cuenta?
-Cómo… ¿cómo que nos lanzan? ¿qué quieres decir con que nos lanzan?
-Nos lanzan, nos tiran, nos abandonan, ya no les servimos, no nos quieren más, sólo les estropeamos las cosas, ya no interesamos.
-Igual… igual llevas demasiado tiempo aquí, rodeado de todos estos…

El chillido metálico, como el de dos cubiertos rozándose, desagradables, que emitió uno de los monstruitos me hizo callar. ¿Es que también podían entendernos? Al cabo de unos segundos respiré hondo y reuní el valor suficiente para continuar.

-… en fin, no te ofendas, pero igual necesito reflexionar, pensar un poco en todo esto.
-¿Pensar un poco?
-Sí, pensar un poco.
-No sirve de nada pensar un poco, no te va a salvar, ni tampoco al mundo.
-Muy bien, déjame sacar mis propias conclusiones.
-No es útil.
-Ni siquiera me dejas pensar.
-Pensar no es práctico.
-¿Lo ves? Por eso no me gusta hablar contigo.
-¿Por qué?
-Porque no me das tregua
-Es que ni siquiera quieres escucharme. Intuyes por donde voy, pero no quieres oírlo, prefieres vivir en tu eterna fantasía, aún sabiendo que es falsa.

Callé. Me encontraba demasiado cansado para discutir. El otro corazón aprovechó la pausa, el silencio rimbombante y oscuro.

-Mira hacia allí.

En un suave movimiento se incorporó un tanto y me señaló una dirección concreta en la oscuridad, más o menos a mi derecha.

-No veo nada.
-Fíjate bien, pero sobre todo mejora tu actitud. Tienes que querer ver, si no, estás perdido.

No entendía muy bien a qué se refería aquel corazón viejo y chalado, pero no sé muy bien por qué, le hice caso. Mejoré mi actitud y vi. Primero un brillo conocido y después un color, el rojo. Mis queridas bolitas. Me fijé aún más, y quise ver a largo plazo. Y la visión no se acababa nunca. Una marea infinita de corazones enganchados, pegados los unos a los otros como gordos sapos abatidos se extendía en una superficie eterna y monumental. Una masa sanguinolenta cubría las alcantarillas de un extremo a otro, inundando la oscuridad y el espacio de podredumbre de brillantes y llamativos huéspedes.

No… no podía articular palabra. Todas mis partes se tensaron y quedaron inmóviles, y una capa de una tristeza infinita me cubrió de arriba abajo, dejándome completamente alelado y deprimido, y haciéndome sentir más solo que nunca.

-¿Lo ves? Ahí tienes la prueba. Lo tuyo no es una cosa puntual. Lo mío tampoco. Sólo somos dos piezas más de una inmensidad incalculable, más grande de lo que puedas llegar a imaginar.

Sentí que desfallecía, y necesité apoyarme en un saliente húmedo y frío de la pared. Y de repente me oí hablar, preso de una lucidez que desconocía.

-Yo soy lo que le hace humano.
-Y justamente por eso no te quiere con él.
-Ahora ya no es humano.
-No, no lo es, como tampoco lo son los propietarios de todos ellos.
-¿Y qué es la humanidad sin humanos?
-Es otra cosa, sencillamente.
-Nunca hubiera imaginado que habría tanta gente dispuesta a abandonarnos.
-Es que no es tanta, es más bien la suficiente. Y no es gente cualquiera.

El otro corazón cesó de hablar de un plumazo, y no parecía ni siquiera respirar, y yo me pregunté si quizá estaba muerto, aún sabiendo que somos inmortales, qué absurdos pensamientos nos asaltan a veces, me dije. Y una lágrima brotó de los ojos que no tengo, y una risita nerviosa emergió de mi boca inexistente. Y observando aquel corazón loco y cansado ahora convertido en estatua, me pregunté qué extraños motivos deben empujar a uno a arrancarse su propio corazón y arrojarlo por una alcantarilla. Y tuve que aceptar de nuevo que quizá era demasiado pequeño e ignorante para entender cuestiones de tal magnitud, así que simplemente me acurruqué junto a mi nuevo amigo y me dormí en un santiamén debido al cansancio acumulado. Mañana sería otro día.