martes, 3 de abril de 2012

Sobre la libertad


-Pero ¿por qué te sientes así?
-No lo sé… he intentado pensar en positivo, como me ha recomendado mi psicóloga en varias ocasiones, pero no lo puedo evitar… quiero hacer muchas cosas a la vez pero no puedo empezar ninguna.
-¿Y eso?
-Creo… creo que tengo miedo a lo que digan los demás
-… “y lo que digan los demás está demás”, Carlitos.
-Ya… ya lo sé
-¿Y entonces?
-No lo sé, estoy bloqueado.
-¿Te has parado a pensar alguna vez en que si quieres hacer algo sólo tienes que hacerlo y ya está?
-No puede ser tan fácil
-¿Por qué no?
-Pues porque no, porque todo cuesta un esfuerzo y una dedicación, y además hay muchos factores, y muchas cosas, y es todo muy complicado, y esto es así.
-Que esto es así lo dices tú, y te lo estás metiendo en la cabeza tú solito, voluntariamente, ¿o alguien te está apuntando con una pistola?
-No
-Deja este trabajo
-No puedo
-¿Por qué?
-¡Pues porque no puedo, no es tan difícil de entender!
-Tienes miedo al cambio, Carlitos
-No
-Sí
-No, no tengo miedo al cambio, sólo pienso de manera lógica y racional, y no quiero verme en la puñetera calle otra vez, eso es todo.
-¿Seguro?
-Seguro
-Ni siquiera estás intentando nada, ni siquiera haces cosas que querrías hacer.
-Joder, qué pesado eres, si lo sé no saco el tema.
-¿Y?
-Es que… es que no tengo tiempo ni ganas, eso es todo.
-¿Le devolviste la llamada a esa chica?
-¿Qué chica?
-Ya sabes qué chica, la del autobús
-Ah, esa… es una freak
-Pero te gusta
-Es una freak
-Está bien, como quieras, Carlitos… yo me voy a leer un rato.
-Espera, Minas… una pregunta, sólo. ¿Ya sabes qué harás, cuando salgas? Ya no te queda tanto...
-No
-¿Y no te preocupa, no piensas en ello?
-No
-¿Por qué?
-Porque no. Simplemente haré lo que me apetezca hacer.
-Cómo… ¿cómo sabes lo que te apetece hacer?
-No puedo explicártelo. Sólo relájate.
-No lo entiendo.
-No tienes que entenderlo.
-Ya viene el Manolo. Cambio de turno, me voy a casa. Y… Minas, estás como una cabra, que lo sepas, no hay ni dios que te entienda.
-Ni falta que me hace.

          Carlos abandonó el malogrado patio de la prisión a paso lento y arrastrado, se sentía terriblemente deprimido y asfixiado. Como siempre, la conversación con el Minas le había hecho pensar más de la cuenta y su cerebro se había colapsado y bloqueado por completo.  Ahora cogería el coche y abandonaría el recinto que pisaba cada día y el lugar que más odiaba en el mundo. Su jornada laboral había terminado.

          Cuando Carlos llegó a casa, el Minas ni siquiera se había metido en la cama. Se había encendido un cigarrillo y observaba la luna, por el resquicio de la ventana. Abrió el cajón de la pequeña y única mesilla de la celda y sacó su viejo y adorado cuaderno, con cuidado y muy despacio. A continuación abrió el estuche de carboncillos y eligió con cuidado el material que iba a utilizar.

          Se subió las mangas de la camisa a la altura de los codos y lanzó un suspiro largo y relajado. Bebió un sorbo de su pequeño termo de café y clavó la mirada en el blanco puro y neutro del folio que tenía ante sus ojos. El Minas aún no lo sabía, pero esa noche se disponía a pintar la libertad.