sábado, 10 de diciembre de 2011

Déjame dormir


Los niños salían atropelladamente por la puerta del colegio, como siempre. Se empujaban los unos a los otros, ansiosos por recoger la merienda que les traían sus padres. Era una tarde primaveral del mes de abril, y el aire era limpio y fresco. Soplaba una ligera brisa y los almendros habían empezado a florecer, tiñendo el pavimento de las calles con una suave y esponjosa alfombra rosa.

Caroline había conseguido aparcar cerca del colegio, por lo que había llegado con tiempo a recoger al pequeño Thomas. Llevaba un elegante traje chaqueta marrón oscuro, y su ondulada cabellera rubia lucía brillante, sedosa, bajo la reconfortante luz de primera hora de la tarde. Antes de salir del coche sacó un pañuelo y limpió con esmero los oscuros cristales de sus Gucci favoritas. Se había maquillado a consciencia, pero su antiojeras de siempre le había resultado insuficiente. Se colocó las gafas de sol y se miró por última vez en el espejo retrovisor del coche.
-¡Mamá! – Thomas corría hacia ella, alegre, sucio y con la cara pintada. Caroline lo recibió entre sus brazos y lo abrazó, tan fuerte, que hasta ella misma se sorprendió.
-Mamá, me haces daño, suéltame… ¿y mi bocadillo?
-Tu bocadillo. He olvidado tu bocadillo, cariño.

Subieron al robusto Chevrolet negro. Thomas se había puesto de mal humor. Protestaba y protestaba pero Caroline encendió el motor como una autómata, como si nada estuviera pasando a su alrededor, como si estuviera todo bien. Encendió la radio y cogió un cigarrillo, despacio. Circulaba a una velocidad menor de la habitual, por lo que algún coche le pitaba de vez en cuando, pero ella hacía caso omiso. Caroline tan sólo avanzaba poco a poco, por el camino que debía seguir.

De repente un ruido atronador, un estruendo horrible, y Thomas riendo y gritando al mismo tiempo, manipulando el volumen de la radio.
Caroline lo miró un instante y frenó en seco. Los coches pitaban y pitaban, pero ella sólo podía mirar un punto fijo, perdido en la inmensidad. El cigarrillo se había consumido.
-Mamá, qué te pasa, mámá, ¿por qué has parado?
Caroline miró a su hijo, sin mirarlo, y arrancó de nuevo.
            
          Abdul había perdido completamente la noción del tiempo y del espacio. Se arrastraba de un lado a otro, chocando de vez en cuando con alguna pared, con la esperanza de quizás matarse de algún golpe mal dado en la cabeza. Su cerebro ya no daba más de sí, y no entendía cómo podían funcionarle las piernas. Sentía que las pilas se le acababan y sólo quería dormir. De repente se dobló sobre sí mismo y se desplomó. Cerró los ojos y empezó a verse envuelto en un delicioso sueño, suavemente, y a perder de vista, poco a poco, la realidad. Entonces volvió a sonar. La música. La música atronadora. ¿Llegaría a quedarse sordo? En realidad lo estaba deseando. Y la luz. Una luz brillantísima, que no sabía de dónde venía, volvía a cegarle por completo. No sabía cuánto tiempo hacía que no le dejaban dormir. Quizás días, quizás semanas, quizás estaba muerto y había pasado a otra dimensión, sin darse cuenta. Quizás no nos damos cuenta de cuándo morimos, pensó.

          Pasados unos cinco minutos, la teniente Caroline Johnson decidió apagar la música y las luces, el tiempo exacto que mandaba el reglamento, ni un segundo más ni uno menos. Después un descanso, y otra vez, dependiendo del estado del recluso.
Abdul quedó sumido, de nuevo, en la oscuridad.

          La cocina estaba completamente a oscuras cuando Brian entró. El reloj marcaba las cinco de la mañana. Tan sólo un pequeño destello lumínico, el del cigarrillo que Caroline fumaba, ansiosa, sentada en el taburete, una noche más.
Se estaba volviendo loca y su marido lo sabía.
-Vamos, cariño, tienes que intentarlo, ven a la cama…
-No, no puedo, no puedo… no me deja dormir. No me deja dormir.

El rostro de Abdul navegaba entre las paredes de la mente de Caroline. Y chocaba y chocaba una y otra vez, sin posibilidad de salir. Encerrado.

Demasiado ruido. Demasiados recuerdos. Déjame dormir.