domingo, 18 de septiembre de 2011

Silencio

El efecto de las drogas empezaba a evaporarse. La habitación volvía a ser habitación, y el mundo, mundo. Sus ojos, vidriosos, se acostumbraban paulatinamente a la tenue luz que se filtraba por los ventanales.

Se incorporó, y observó el mar a través de los cristales. Calmado, sereno, luminoso… se giró, observó la cama revuelta. Allí estaba él, como siempre, desnudo, de costado, también tranquilo. Y, de repente, un sentimiento doloroso, infinitamente desgarrador, atravesó su mente, sus entrañas. Algo que le provocaba dolor, mucho dolor.

No recordaba absolutamente nada de aquella noche. Sólo sabía que, como siempre, había regresado del concierto borracha,   que iba de coca hasta las cejas y que ya había amanecido cuando llegaron al hotel. Pero nada más, absolutamente nada más. Silencio.

-Buenos días, preciosa-. Alan despertaba del letargo. Se acercó a ella y, tras manosearla indiscriminadamente, como era su costumbre por las mañanas, la besó en la boca con firmeza, agarrándola al mismo tiempo por el cuello, violentamente, como siempre.
María se deshizo de él, intentando contener las arcadas que le producía el tufo de su aliento. Y otra vez. Otra vez sentía aquello, pero esta vez le vino también una imagen, extraña, muy extraña, siluetas de personas corriendo, yendo de un lado para otro, y gritos, y luego, silencio.

A la media hora ya les habían traído el desayuno, o más bien el almuerzo, eran ya las tres del mediodía, pero María había perdido el apetito por completo. Era incapaz de ingerir nada.
            -Anda, come aunque sea un poco, no querrás que se te queden las tetas aún más pequeñas, ¿no?
            María no podía ni siquiera de esbozar una sonrisa cansada.
            -¿Qué pasó ayer, Alan?
            -¿Eh? ¿Que qué pasó ayer? Parece mentira que me preguntes eso a estas alturas, bonita. Pues ¿qué va a pasar? Que nos metimos de rayas hasta el culo y que te follé por todas partes. ¿Qué más quieres? ¿Aún más? No seas ambiciosa, cariño, todo llegará en esta vida…
            -No, en serio, tengo una sensación extraña, ¿seguro que no pasó nada fuera de lo normal?
            -Vamos, bonita… mi polla es algo fuera de lo normal, pero tú ya lo sabes, ya la has visto de cerca muchas veces, no deberías sorprenderte tanto…
            -Joder, Alan, te estoy hablando en serio, tengo un mal rollo metido en el cuerpo que no se me quita, y no sé qué es, ni siquiera consigo adivinar de qué va, con qué está relacionado...
            La alarma del móvil de Alan interrumpió su reflexión.
            -Hostia, no me acordaba, te está esperando abajo un periodista de la revista aquella maricona… ¿cómo se llamaba? Bueno, da igual, y tú ya sabes, lo de siempre, y lávate bien esa cara, que lo de la exclusiva de la cantante drogata ya lo venderemos más adelante si acaso…

            María bajó al vestíbulo, de paredes de mármol, que, al igual que el resto del edificio, estaba decorado estoica y elegantemente. Pero era frío, muy frío.
            -Como mi vida-, pensó.

 El periodista hablaba y hablaba, y ella respondía con las mismas respuestas comodín de siempre “Esto para mí es un sueño”, “Estoy tan agradecida a mis fans…”, “Me encanta poder expresar lo que siento” y un largo etcétera de frases tan sumamente sobadas que podría estar resolviendo una ecuación de segundo grado y contestando a las preguntas de aquel periodista al mismo tiempo. Y, de nuevo, la sombra, el cuchillazo, el desgarro. Quedó rígida y estupefacta de repente. Su interlocutor fingió no percibirlo y siguió con la entrevista, pero la reacción de María no le dejó indiferente. Y gritos, y más gritos, y, de repente, un solo grito aislado, mucho más desgarrador  que los demás. Finalmente, silencio.

            -Vamos, María, tengo que darte unos retoques, estás que rompes más de un espejo. Roberto la había rescatado de la entrevista para llevársela a maquillaje, en veinte minutos tenía una rueda de prensa.
            -Oye, Rober, a ver, dime qué coño pasó ayer, por favor, no puedo más, no me acuerdo de nada y siento que voy a estallar, es que estoy rara, muy rara, y seguro que tiene que ver con algo que pasó ayer. ¿Dónde estuvimos?, ¿en mi habitación?
            -Pues claro, donde sino, guarrilla.
            -Mira, Rober, sabes que eres el único en quien confío en realidad, dime qué pasó, por favor… ¿estuviste todo el rato conmigo?
            -Todo el rato menos cuando Alan nos echó, claro… estábamos nosotros tres, Fede, Víctor y Virginia.
            -¿Y Gonzalo?
            -¿eh? ¡Ah! Y Gonzalo, claro…
-¿y dónde se han metido todos? ¿Dónde está todo el mundo?
            De repente alguien irrumpió en la estancia. Era un hombre desconocido para ambos, alto, ancho de hombros, de pelo canoso y semblante serio, muy serio.
            -¿La señorita Pincedo?
            -Yo misma
            -Soy el teniente Urquijo, de la Guardia Civil. Debo comunicarle que hemos encontrado el cuerpo sin vida de Gonzalo Muñoz, miembro, si no me equivoco, de su banda. Le hemos encontrado esta mañana en el solar contiguo a este mismo hotel, todo apunta a que desgraciadamente cayó desde la azotea, lo siento mucho.

            El teniente Urquijo siguió hablando, comunicándole datos, detalles, observaciones, pero María no le oía, le parecía que flotaba, que el mundo desaparecía bajo sus pies, que nada era real, que todo había acabado.

            Pasaba la gente, caras conocidas, caras anónimas, cuerpos mezclados los unos con los otros, y un murmullo infinito. Todos hablaban por ella.



            Pasaron los días, las semanas, los meses, y una mañana de marzo María se despertó, se vistió, se duchó, cogió el coche y se dirigió al piso de Alan. Su productor vivía en un ático en el centro de la ciudad, soleado y enormemente grande. Picó al timbre no menos de treinta veces, hasta que consiguió al fin sacarlo de la cama y que la abriera.

            -Quiero saber qué pasó aquella noche, y lo quiero saber ahora. O me lo dices, o dejo mi carrera. Y esta vez va en serio, te lo aseguro, yo ya no tengo nada que  perder, Alan, y tú lo sabes, pero quizás tú sí. Piénsatelo.
            -Está bien, tranquila, mujer, siéntate, ¿quieres un café?, ¿una cervecita?, ¿qué te apetece?
            -Déjate de hostias. No quiero nada. Habla ya.
            -Está bien, pero todo esto va a ser peor para ti. Te estás jodiendo tú sola, y de paso a todos nosotros, pero si no hay más remedio…  Aquella noche subimos a tu habitación, y continuamos bebiendo y metiéndonos rayas… hasta que se me ocurrió que podíamos subir a la azotea del hotel a tomar el aire, hacía un sol de la hostia, me acuerdo… bueno, y subimos, y Gonzalo empezó a hacer equilibrios encima de uno de los muros, y todos estábamos de cachondeo, y entonces te reté a que tú también subieras, pero no querías, así que todos insistimos un montón de veces, hasta que accediste, y empezasteis a simular como que os peleabais, encima del muro, y Gonzalo empezó a insultarte, para darle más vidilla a la cosa, supongo, y a ti se te cruzaron los cables, y creíste que iba en serio y le empujaste. Y Gonzalo se cayó. Y el resto ya lo sabes, ¿o también se te ha olvidado? Vamos, cariño, no pongas esa cara, no te lo tomes tan en serio, si ya hace un huevo de eso, y a parte, que está feo decirlo, pero Gonzalo era un capullazo, ¿o no? Ya me dirás qué se ha perdido el mundo, y como batería, ya, ni te cuento…

            Sólo lo miró un segundo más, dio media vuelta, se dirigió a la puerta y la cerró tras ella. Bajó a la calle y cogió su coche. Apagó el móvil. Se dirigió por la ronda a la carretera de la costa, la misma por la que había ido tantas veces cuando sólo era una niña, con sus padres, cantando canciones, sin dejar de observar la electrizante superficie mojada ni un solo instante. Su padre, guapo, elegante, siempre llevaba gafas de sol, y solía acariciar a su madre  de vez en cuando mientras conducía, y ella, su madre, siempre sonriente, parlanchina. Sus largos rizos dorados se asomaban por la parte trasera de su asiento y María los acariciaba y les daba mil y una vueltas, embelesada, feliz.

            El sol resplandecía, radiante. El mar brillaba. María aceleró. Soltó el volante. Silencio.